viernes, 23 de abril de 2010

Criticamente Subversiva - Judith Butler

Judith Butler

(Texto transcrito de Mérida Jiménez, Rafael (ed.), Sexualidades Transgresoras. Una antología de estudios queer, Editorial Icaria, Barcelona, 2002, pp. 55-79. Publicado originalmente como “Critical queer”, en CLQ: A Journal of Lesbian and Gay Studies, 1 (1993).



El discurso no es la vida; su tiempo no es vuestro.
Michel Foucault
“La política y el estudio del discurso”


Las recientes reflexiones críticas de Eve Sedgwick sobre la performatividad queer nos invitan a considerar no sólo la manera en que una determinada teoría de los actos linguísticos puede aplicarse a las prácticas queer, sino también cómo es posible que tales prácticas persistan como un momento definitorio de la performatividad . El lugar central que ocupa la ceremonia nupcial en los ejemplos sobre la performatividad de J.L. Austin sugiere que la heterosexualización del vínculo social es el paradigma de aquellos actos linguísticos que llevan a cabo o realizan aquello que enuncian . “Yo os declaro …” hace efectiva la relación que designa. ¿Pero dónde y cuándo lo performativo adquierre ese poder? ¿Y qué le ocurre a esa performatividad cuando su propósito es precisamente el de anular el presunto poder de la ceremonia heterosexual?
Los actos performativos son modalidades de discurso autoritario: la mayoría de ellos, por ejemplo, son afirmaciones que, al enunciarse, también encarnan una acción y ejercen un poder vinculante . Al estar involucrados en una red de autorizaciones y castigos, los actos performativos suelen incluir sentencias legales, bautismos, inauguraciones, declaraciones de propiedad y y afirmaciones que no sólo llevan a cabo una acción, sino que también otorgan un poder vinculante. El poder que tiene el discurso para realizar aquello que nombra está relacionado con la performatividad y, en consecuencia, la convierte en un ámbito en donde el poder actúa como discurso.
Cabe recalcar que no existe un poder entendido como sujeto que actúe, sino solamente un actuar reiterado que es poder en tanto que es persistente e inestable. No se trata tanto de un “acto” singular y deliberado como de la unión del poder y del discurso que repite o imita sus gestos discursivos. Así pues, el juez que autoriza y legitima la situación que enuncia (lo llamaremos “él” para así representar un modelo de autoridad masculinista) cita invariablemente la ley que él mismo aplica. El poder de esa cita otorga a la expresión performativa un poder vinculante y consentido. Si bien puede parecer que el poder vinculante de las palabras del juez proviene de la fuerza de voluntad de éste o de una autoridad superior a la suya, ocurre todo lo contrario. Es mediante la cita de la norma que se produce la representación de la “voluntad” del juez y que se establece la “prioridad” de la autoridad textual . En efecto, es mediante la invocación de la convención por parte del juez que el acto lingüístico obtiene un poder vinculante. Tal poder no se halla ni en el sujeto-juez ni en su voluntad, sino en el legado de citas mediante las cuales un “acto” contemporáneo emerge en el contexto de una cadena de convenciones vinculantes.
Donde existe un “yo” que enuncia o habla produciendo así un efecto en el discurso, existe de antemano un discurso que precedde y posibilita ese “yo”. Este discurso constituye en el lenguaje la trayectoria obligada de la voluntad del “yo”. Por lo tanto no hay un “yo” tras el discurso; no hay un yo que exprese una elección o ejerza su voluntad mediante el discurso. Al contrario, ese “yo” solamente empieza a existir a partir del momento en que se lellama, se le nombra y se le interpela (para usar el término de Althusser), y esta construcción discursiva tiene lugar con anterioridad al “yo”; es la invocación transitiva del “yo”. De hecho, yo puedo decir “yo” tan sólo cuando alguien se ha referido a mí, activando así mi lugar en el discurso. Paradójicamente, la condición discursiva de reconocimiento social precede y condiciona la formación del sujeto: no se confiere reconocimiento al sujeto, sino que ese reconocimietno construye el sujeto. Asimismo, la imposibilidad de reconocer plenamente, es decir, de habitar en su totalidad el nombre que inaugura y activa la propia identidad social implica la inestabilidad y la insuficiencia de la formación del sujeto. El “yo” es, por tanto, una cita del lugar del “yo” en el discurso. Este lugar es anterior y anónimo con respecto a la vida que alienta: posibilita la rrevisión de un nombre que me precede y que me sobrepasa, pero sin el cual no puedo hablar.

Una molestia invertida

El término queer surge como una interpelación que plantea la cuestión de la fuerza y de la oposición, de la estabilidad y la variabilidad en el seno de la performatividad. Este término ha operado como una práctica lingüística cuyo propósito ha sido el de la degradación del sujeto al que se refiere o, más bien, la constitución de ese sujeto mediante esse apelativo degradante. Queer adquiere todo su poder precisamente a través de la invocación reiterada que lo relaciona con acusaciones, patologías e insultos. Se trata de una invocación a través de la cual se ha ido estableciendo un vínculo entre comunidades homofóbicas. Esta interpelación se hace eco de otras interpelaciones pasadas y una a todos los hablantes como si éstos hablaran al unísono a través del tiempo. Se trata de un coro imaginario que increpa “¡marica!”.¿Hasta qué punto, entonces, ha intervenido el performativo queer, codo con codo con el “yo os declaro”, como una deformación de lo performativo de la ceremonia nupcial? Si la expresión performativa actúa como ratificación que efectúa la heterosexualización del enlace social, quizás también entra en juego precisamente como el tabú degradante que “convierte en raros” a todos aquellos que se resisten o que se oponen al orden social, así como también a aquellos que lo ocupan sin el consenso social hegemónico.
A propósito de lo anterior, recordemos que las reiteraciones no son simplemente réplicas. Y el “acto” mediante el cual un nombre autoriza o desautoriza un conjunto de relaciones sociales es, necesariamente, una repetición. Por el momento, citaré a Derrida:

Un enunciado performativo ¿podría ser un éxito si su formulación no repitiera un enunciado “codificado” o iterable, en otras palabras, si la fórmula que enuncio para abrir una sesión, botar un barco o proclamar un matrimonio no fuera identificable como conforme a un modelo iterable, si por lo tanto no fuera identificable de alguna manera como “cita”? En esta tipología, la categoría de intención no desaparecerá, tendrá su lugar, pero desde ese lugar no podrá ya gobernar toda la escena y todo el sistema de enunciación” (pag. 18)

Si un enunciado performativo tiene éxito eventualmente (y me refiero al “éxito” como algo única y exclusivamente eventual), no se debe al hecho de que una intención gobierne con éxito la acción del discurso, sino a que esa acción es el eco de una acción anterior y acumula el poder de la autoridad a través de la repetición o cita de un conjunto de prácticas autoritarias precedentes. Esto significa, por consiguiente, que un enunciado performativo “funciona” hasta el punto de que encubre y recurre a las convenciones constitutivas que lo activan. En este sentido, no hay término o afirmación que pueda intervenir de manera performativa sin la historicidad del poder, una historicidad que se acumula y que se oculta.
Esta teoría de la performatividad implica que el discurso tiene una historia que no solamente precede sino que condiciona sus usos contemporáneos, y que esta historia, por su parte, descentraliza la idea presentista del sujeto como origen y como propietario de aquello que dice . Desde esta perspectiva, los términos que no obstante reivindicamos, y a través de los cuales insistimos en politizar la identidad y el deseo, a menudo requieren una inversión respecto a esta historicidad constitutiva. En consecuencia, todos aquellos que hemos puesto en duda las premisas presentistas de las categorías contemporáneas de la identidad somos acusados de despolitizar la teoría. Y, sin embargo, si la crítica genealógica del sujeto consiste en cuestionar las relaciones de poder excluyentes y constitutivas mediante las cuales se forman los fundamentos de los discursos contemporáneos, resulta que la crítica del sujeto queer es fundamental para la democratización constante de las políticas queer. Si bien es cierto que necesitamos términos identitarios, y debemos defender el “salir del armario”, estas nociones deben someteerse a una crítica de las operaciones excluyentes de su propia producción: ¿quiénes han tenido la oportunidad histórica de “salir” y se lo han podido permitir?, ¿a quién representa y a quién excluye el término y con qué acepción?, ¿acaso tiene la reivindicación universal del término “salir del armario” una connotación de clase que no está explícita?, ¿para quién presenta el término un conflicto insoluble entre afiliación racial, étnica o religiosa y política sexual?, ¿cuáles son los usos determinados del término que autorizan ciertas políticas y que suprimen o dejan a otras en un segundo plano? ¿cuáles son esas políticas? En este sentido, la crítica genealógica del sujeto queer será fundamental para la política queer en la medida en que constituye una dimensión autocrítica dentro del activismo, un llamamiento constante a que tengamos en cuenta el poder excluyente de una de las premisas contemporáneas más preciadas del activismo.
Si bien es necesario hacer reivindicaciones políticas recurriendo a las categorías de identidad y exigir el poder de nombrarse a uno mismo y de determinar las condiciones bajo las cuales se usa nuestro nombre, es también imposible mantener ese tipo de dominio sobre la trayectoria de esas categorías dentro del discurso. No pretendo poner en entredicho el uso de las categorías de identidad, pero cabe recordar el riesgo que comportan estas prácticas. La exspectativa de autodeterminación que suscita la autodeterminación diverge paradójicamente de la historicidad del término, puesto que la historia de los usos del mismo nunca se ha podido controlar. Sin embargo, esta historia delimita el uso de lo que ahora es símbolo de autonomía. Los futuros intentos de utilización del término en contra de sus usos actuales sobrepasarán el control de aquellos que quieren determinar el curso de los términos en el presente.
Si la palabra queer debe ser un lugar de contienda colectiva, un punto de partida para una serie de reflexiones históricas e imágenes futuras, deberá permanecer ese término que, en la actualidad, nadie posee del todo, y que debe ser constantemente resistematizado, distorsionado, desviado de usos anteriores y dirigido hacia apremiantes objetivos políticos en expansión. Quizás también deberá ser abandonado en favor de términos que lleven a cabo la acción política de manera más efectiva. Ese abandono sea tal vez necesario para poder acomodar, sin domesticarlas, las críticas democratizantes que han reconfigurado y reconfigurarán los contornos del movimiento de una forma que todavía no podemos prever con exactitud.
Puede ocurrir que la presunción de autonomía que se halla en la idea de autodeterminación sea el paradigma de la presunción presentista. Me refiero al convencimiento de que hay alguien que llega al mundo, al discurso, sin una historia y que ese alguien se constituye a sí mismo dentro de la magia del nombre y a través de esta magia. Se trata de la confianza en que el lenguaje expresa una “voluntad” y una “elección” en lugar de una compleja y constitutiva historia del discurso y del poder, la cual conforma los rrecursos invariablemente ambiguos a través de los cuales se forja y se reelabora una capacidad de actuar que es queer y nos hace queer. Por lo tanto, replantear la intervención queer en esta cadena de historicidad significa entonces reconocer un conjunto de coerciones sobre el pasado y sobre el futuro que inmediatamente delimitan tanto la capacidad de actuación como aquellas condiciones que más la posibilitan.
A pesar de ser un término amplio, queer se utiliza de tal forma que fortalece una serie de divisiones que se solapan. En algunos contextos, se refiere a una generación de jóvenes que se resiste a las políticas más institucionalizadas y reformistas que designan los términos “lesbiana” y “gay”; en otros ámbitos, a veces los mismos, ha designado un movimiento compuesto predominantemente por blancos que no ha abordado del todo la manera en que queer entra –o no entra- en juego dentro de las comunidades no blancas. Mientras que en algunas instancias el vocablo ha movilizado el activismo lesbiano (Smyth), en otras representa una falsa unidad entre hombres y mujeres. De hecho, podría ocurrir que la crítica del término haga resurgir movilizaciones tanto feministas como antirracistas en el seno de las políticas gays y lesbianas, o que abra nuevas posibilidades de coaliciones que no dan por sentado que estos grupos sean radicalmente diferentes unos de otros. El término se modificará, se descartará o se considerará obsoleto hasta que ceda a las instancias que se resisten al mismo, precisamente a causa de las exclusiones que lo activan.
Así como no nos sentimos responsables de aquellas palabras que tienen una carga socialmente ofensiva, no podemos tampoco crear de la nada los términos políticos que representen nuestra “libertad”. Y, sin embargo, no deja de ser necesario elaborarlos y volverlos a elaborar en el seno del discurso político.
En este sentido, sigue siendo necesario desde el punto de vista político reivindicar palabras como “mujeres”, “marica”, “gay” y “lesbiana”, precisamente en virtud de cómo éstas, por así decirlo, nos definen antes de que tengamos plena conciencia de ello. La reivindicación de estos términos a la inversa será necesaria para refutar usos homofóbicos de los mismos en los ámbitos de la ley, las políticas sociales, la calle y la vida “privada”. Pero la necesidad de activar “el error necesario” de la identidad (según la terminología de Spivak) siempre entrará en conflicto con la crítica democrática del vocablo que interviene en contra de sus usos en regímenes discursivos racistas y misóginos. Si las políticas queer son independientes de estas otras modalidades de poder, perderán toda su fuerza democratizante. La deconstrucción política de lo “invertido” no debería paralizar el uso de estos términos. Sería ideal que extendiera sus límites para así ayudarnos a considerar a qué precio y con qué objetivo se utilizan, y mediante qué relaciones de poder se han forjado esas categorías.
Una reciente teoría sobre la raza ha subrayado que “raza” se ha usado al servicio del “racismo” y ha propuesto una investigación con una base política sobre el proceso de racialización, la formación de la raza (Omi y Winant 1986; Appiah 1986; Guillaumin 1988; Lloyd 1991). Dicha investigación no suprime o prohibe el término, aunque sí insiste en que indagar en la formación del concepto va estrictamente ligado al problema contemporáneo de entender qué es lo que esta palabra puede desencadenar. Esta reflexión sirve también para los estudios queer, dde manera que “queering” puede indicar una investigación sobre: a) la formación ded las homosexualidades (una investigación histórica que no puede dar por supuesta la estabilidad del término, a pesar de las presiones políticas que existen en ese sentido) y b) el poder deformativo y distorsionador que la expresión posee en la actualidad. En el centro de esta historia se hallará la formación diferencial de la homosexualidad más allá de las esferas raciales, incluyendo las formas en que las relaciones raciales y reproductivas se articulan mutuamente.
Si afirmamos que la identidad es un error necesario, entonces también podemos decir que queer es sin duda necesario, pero esa afirmación describirá solamente una parte de la “política”. Es igualmente necesario, y quizás también igualmente posible, afirmar la contingencia del término: dejar que lo conquisten aquellos que son excluidos por el mismo, pero que con toda legitimidad esperan poder ser representados por él; dejar que adquiera significados que ahora mismo no puede vaticinar una joven generación cuyo vocabulario político puede tener implicaciones muy diferentes. En efecto, la palabra queer en sí misma ha sido precisamente una representación discursiva del activismo de las lesbianas y los gays más jóvenes y, en otros contextos, de algunas intervenciones de las lesbianas, e incluso en otros ámbitos, de las reivindicaciones de aquellas personas bisexuales y heterosexuales para quienes el vocablo representa una afiliación con las políticas antihomofóbicas. El hecho de que queer pueda convertirse en un emplazamiento discursivo cuyos usos no están totalmente predeterminados ddebería ser una de las características a salvaguardar no sólo para poder continuar democratizando las políticas queer, sino también para exponer, afirmar y reelaborar la historicidad específica del término.

La performatividad del género y el drag

¿De qué manera, si es que existe alguna, se relaciona la noción de resignificación discursiva con la noción de parodia o imitación del género sexual? Si el género no esmás que un efecto mimético, ¿es éste una elección o un artificio que podemos intercambiar? Si no es un efecto mimético, ¿cómo es posible que la lectura de Gender Trouble diera pie a que se interpretara como tal? Este malentendido se debe por lo menos a dos motivos. Yo ocasioné el primero al citar el drag como ejemplo de la performatividad (lo cual algunos leyeron como modelo, es decir, como el ejemplo por excelencia de la performatividad). El otro motivo tiene que ver con las necesidades políticas de un movimiento queer en creciente desarrollo dentro del cual la difusión de la mediación teatral ha cobrado una importancia fundamental .
El malentendido sobre la performatividad del género es el siguiente: que el género es una elección, un rol, o una construcción que uno se enfunda al igual que se viste cada mañana. Se asume, por lo tanto, que hay un “alguien” que precede a este género, alguien que va al guardarropa del género y deliberadamente decide de qué género va a ser ese día. Esta es una explicación voluntarista del género sexual que presupone un sujeto intacto previo a la asunción del género. El significado de la performatividad del género que yo quería transmitir es bastante diferente.
El género es performativo puesto que es el efecto de un régimen q ue regula las diferencias de género. En dicho régimen los géneros se dviden y se jerarquizan de forma coercitiva. Las reglas sociales, tabúes, prohibiciones y amenazas punitivas actúan a través de la repetición ritualizada de las normas. Esta repetición constituye el escenario temporal de la construcción y la desestabilización del género. No hay sujeto que preceda y realice esta repetición de las normas. Dado que ésta crea un efecto de uniformidad genérica, un efecto estable de masculinidad o feminidad, también produce y desmantela la noción del sujeto, pues dicho sujeto solamente puede entenderse mendiante la matriz del género. De hecho, podemos construir la repetición como aquello que desmantela la presunción del dominio voluntarista que designa al sujeto en el lenguaje .
No hay sujeto que sea “libre” de eludir estas normas o de examinarlas a distancia. Al contrario, estas normas constituyen al sujeto de manera retroactiva, mediante su repetición; el sujeto es precisamente el efecto de esa repetición. Lo que podríamos llamar “capacidad de actuación”, “libertad” o “posibilidad” es siempre una prerrogativa política producida por las brechas que se abren en esas normas reguladoras, en el proceso de interpelación de esas normas y en el de su autorrepetición. La libertad, la posibilidad y la capacidad de actuación no son de índole abstracta y no preceden a lo social, sino que siempre se establecen dentro de una matriz de relaciones de poder.
La performatividad del género sexual no consiste en elegir de qué género seremos hoy. Performatividad es reiterar o repetir las normas mediante las cuales nos constituimos: no se trata de una fabricación radical de un sujeto sexuado genéricamente. Es una repetición obligatoria de normas anterioresque cosntituyen al sujeto, normas que no se pueden descartar por voluntad propia. Son normas que configuran, animan y delimitan al sujeto de género y que son también los recursos a partir de los cuales se forja la resistencia, la subversión y el desplazamiento. El procedimiento mediante el cual se actualizan las reglas y se atribuye a un cuerpo un género u otro es un procedimiento obligatorio, una producción forzada, pero no es por ello completamente determinante. En tanto que el género es una atribución, se trata de una atribución que no se lleva a cabo plenamente de acuerdo con las exspectativas, cuyo destinatario nunca habita del todo ese ideal al que está obligado a aproximarse.
Esta incapacidad de acercarse a la norma, no obstante, no es lo mismo que la subversión de la norma. No hay ninguna promesa de que la reiteración de las normas constitutivas vaya a propiciar la subversión; no hay garantía de que la exposición del carácter naturalizado de la heterosexualidad propiciará la subversión. La heterosexualidad puede aumentar su hegemonía mediante su desnaturalización, y así ocurre cuando vemos parodias desnaturalizadoras que vuelven a idealizar las normas heterosexuales sin cuestionarlas. Pero, en ocasiones, el mismo término que nos podría aniquilar se convierte en un espacio de resistencia, en la posibilidad de una significación social y política efectiva: creo que hemos presenciado este proceso muy claramente en la sorprendente modificación experimentada por el significado de la palabra queer. A mi entender, esta alteración representa la ejecución de una prohibición y de un proceso destructivo en contra del término mismo que genera un orden de valores alternativos y una afirmación política, que ocurre precisamente desde y a través de la misma expresión cuyos usos anteriores tenía como objetivo final la erradicación de dicha afirmación.
Puede parecer, sin embargo, que existe una diferencia entre la encarnación o actuación de las normas de género sexual y el uso performativo del lenguaje. ¿Se trata de dos sentidos distintos de la “performatividad”, o de dos modalidades de citabilidad que convergen y en las cuales el carácter obligatorio de ciertos imperativos sociales pasa a estar sujeto a una desestabilización más prometedora? Las normas de género operan exigiendo la encarnación de ciertos ideales de feminidad y masculinidad, que van casi siempre ligados a la idealización de la unión heterosexual. En este sentido, el enunciado performativo iniciador “¡Es niña!” anticipa la sanción: “Yo os declaro marido y mujer”. De aquí, también, el placer característico de la tira de cómic en la cual se interpela por primera vez al bebé de la siguiente manera: “¡Es lesbiana!”. Lejos de ser una broma esencialista, la apropiación queer de la expresión performativa imita y expone tanto el poder vinculante de la ley heterosexualizadora como su expropiación.
Puesto que dar nombre a la “niña” es transitivo e inicia el proceso por el cual se impone una cierta “feminización”, el término, o mejor dicho, su poder simbólico gobierna la formación de una feminidad que toma forma en el cuerpo y que nunca se aproxima del todo a la norma. Se trata siempre de una “niña” que, en cualquier caso, está obligada a “citar” la norma para así convertirse en un sujeto normativo y aceptable. La feminidad no es, en consecuencia, el producto de una eleccion, sino la cita forzosa de una norma cuya compleja historicidad es inseparable de las relaciones de disciplina, regulación y castigo. En efecto, no hay nadie que escoja una norma de género. Al contrario, esta cita de las reglas genéricas es necesaria para que tengamos derecho a ser “alguien”, para que lleguemos a ser un posible “alguien”: en esta cita la formación del sujeto depende de la operación previa de legitimación de las normas de género.
El concepto de performatividad de género debe ser reconsiderado como una norma que exige una determinada “cita” para que pueda producir un sujeto aceptable. Y es precisamente en relación con esta citabilidad obligada que explicaremos la teatralidad del género. La teatralidad no debe identificarse necesariamente con la exhibición o la autocreación. Dentro de la política queer y en el seno de lo que entendemos por queer, podemos detectar, de hecho, una para´ctica resignificadora que se apropia del poder desautorizador de la palabra queer para refutar los términos de la legitimidad sexual. Paradójicamente, aunque también de manera esperanzadora, el sujeto que se ha “vuelto queer” en el discurso público mediante diversos apelativos homofóbicos, toma o cita ese mismo término como base de su oposición. Esta modalidad de cita parecerá teatral debido a que imita e hiperboliza la convención discursiva que también invierte. El gesto hiperbólico es fundamental a la hora de exponer la “ley” homofóbica que ya no puede controlar los términos de sus propias estrategias de abyección.
Soy del parecer que es imposible contraponer lo teatral a lo político en las políticas queer actuales: la performance hiperbólica de la muerte en las prácticas del die-in , el outness teatral con el cual el activismo homosexual ha infringido la rígida distinción entre el espacio público y el espacio privado han hecho proliferar escenarios de politización y concientización sobre el sida en el ámbito público. Podemos citar, por ejemplo, muchoas casos en los que la creciente politización de la teatralidad interpreta un papel fundamental para los queer (más importante, diría yo, que la insistencia en las dos esferas como polos opuestos dentro del ámbito queer). Entre estos ejemplos se incluyen la tradición del travestismo, de los bailes drag, del callejeo, de los espectáculos butch-femme, y del deslizamiento entre la “marcha” (Nueva York) y el desfile (San Francisco) . También poddemos incluir los die-ins de ACT UP, los kissins de “Queer Nation”, y las rrepresentaciones drag en beneficio de la lucha anti-sida (entre ellos incluiría tanto el de Lypsinka como el de Liza Minelli en el que, finalmente, interpreta a Judy Garland) ; la convergencia del trabajo y el activismo teatral ; la representación de una sexualidad lesbiana excesiva y de una iconografía que se opone de manera efectiva a la desexualización dde las lesbianas, y las interrupciones tácticas de actos públicos por parte de los gays y las lesbianas con el fin de lograr la atención pública y denunciar la falta de financiación gubernamental destinada a la investigación sobre el sida y su expansión.
La creciente teatralización de la ira política como respuesta a la indiferencia de los responsables políticos respecto al tema dedl sida se convierte en una alegoría mediante la recontextualización de lo queer desde el lugar que ocupa dentro de una estrategia homofóbica de abyección y de aniquilación. Esta teatralización insiste en disociar públicamente ese apelativo de cualquier connotación de vergüenza. Esta vergüenza no es sólo la consecuencia del estigma del sida, sino también del estigma de todo lo que es queer. Lo queer se entiende a través de causalidades homofóbicas como el “motivo” y la “manifestación” de la enfermedad, y la ira teatral o histriónica es parte de la resistencia pública a dicho apelativo ignominioso. Surgida a raíz de las injurias homofóbicas, la teatralización de la ira reitera esas ofensas precisamente a través de un acting out que no se limita a repetirlas o a recitarlas, sino que escenifica de manera hiperbólica la muerte y el comportamiento ofensivo para así oponer una resistencia epistémica al sida y a las imágenes de sufrimiento; o escenifica de manera hiperbólica el beso para así romper con la ceguera epistémica ante una homosexualidad cada vez más explícita y pública.

La melancolía y los límites de la representación.

Aunque probablemente no había más de cinco párrafos en Gender Trouble dedicados al drag, los lectores se han referido a la descripción del drag como si fuera el “ejemplo” que explica el significado de la performatividad. Llegan a la conclusión de que la performatividad del género equivale a constituir lo que uno es a partir de lo que uno representa. Y por añadidura, que el género mismo puede extenderse más allá de la oposición binaria entre “hombre” y “mujer” dependiendo de lo que uno representa. De esta manera, se considera el drag no sólo como el paradigma de la representación del género, sino también como la práctica mediante la cual la presunción heterosexual se puede desmantelar a través de la estrategia del exceso.
Mi discusión sobre el drag, sin embargo, se centraba mucho más en una crítica del régimen unívoco del sexo, un régimen dominante que considero heterosexista: me refiero a la distinción entre la verdad “interna” de la feminidad, considerada como una disposición psíquica o un núcleo del Yo, y la verdad “externa”, considerada como apariencia o representación. Esta dicotomía produce una formación contradictoria del género en la cual no se puede asentar una “verdad” estable. El género no es ni una verdad psíquicamente pura, concebida como “intrínseca” y “escondida”, ni tampoco es reducible a una apariencia superficial. Al contrario, su condición irresoluble debe ser reconocida como la relación entre la psique y la apariencia (donde la última engloba lo que se representa mediante las palabras). Asimismo, esta relación estará regulada por restricciones heterosexistas aunque no por ello será enteramente reducible a las mismas.
No poddemos llegar a la conclusión en ningún caso de que la parte del género que se representa es por consiguiente la “verdad” del género; la actuación como “acto” limitado se diferencia de la performatividad en que esta última consiste en la reiteración de las normas que preceden, constriñen y exceden a quien las representa y, en este sentido, no puede ser considerada como un producto de la “voluntad” o de una “elección” de quien la lleva a cabo. Asimismo, lo que se “representa” (is performed) opera con el fin de ocultar, por no decir negar, aquello que permanece opaco, inconsciente, irrealizable o irrepresentable (unperformable). Es un error reducir la performatividad a la performance.
En Gender Trouble descarté el modelo expresivo de drag que sostiene que alguna verdad interior se exterioriza mediante la representación, pero olvidé comentar la teatralidad del drag en relación con los debates psicoanalíticos que lo precedían. El psicoanálisis insiste en que la opacidad del inconsciente pone límites a la exteriorización de la psique. También sostiene, y creo que con razón, que lo que se exterioriza o representa solamente puede entenderse a través de la referencia a lo que queda excluido del significante y del ámbito de la legibilidad corporal.
Dada la figura iconográfica de la melancolía drag queen, también hubiera sido útil introducir el tema de la melancolía del género en mi discusión sobre el drag. Llegados a este punto, quizás debamos preguntarnos cuál es la causa del rechazo de la representación, un rechazo que la representación misma puede provocar mediante el acting out en la dimensión psicoanalítica del término . Si la melancolía es, tal y como la definió Freud, el efecto de una pérdida que no hemos llorado (se mantiene el objeto/Otro perdido como una figura psíquica, que conlleva una mayor identificación con el Otro, el autorrepreche y la exteriorización de una rabia y de un amor irresolutos) , puede ocurrir que la performance, entendida como acting out, esté significativamente relacionada con el problema de una pérdida no reconocida.
Donde hay una pérdida que no se ha llorado en la representación drag (y estoy segura de que esta generalización no se puede universalizar), quizás haya una pérdida rechazada e incorporada a la identificación escenificada que reitera una idealización genérica y su absoluta inhabitabilidad. No se trata de una territorialización de lo femenino por parte de lo masculino, ni de una “envidia” de lo masculino por parte de lo femenino, ni tampoco una señal de la maleabilidad inherente al género. Lo que esto sugiere es que la representación del género sexual convierte en alegoría una pérdida de la que no puede lamentarse; alegoriza la fantasía incorporativa de la melancolía a través de la cual se asume o se toma un objeto fantasmáticamente para no dejarlo escapar.
El análisis anterior es arriesgado porque sugiere que existe una adhesión, una pérdida y un rechazo de la figura femenina por parte del “hombre” que escenifica la feminidad, o un rechazo de la figura masculina de la “mujer” que escenifica la masculinidad (de hecho, esta última escenificación es mucho menos sobresaliente dado que se suele entender la feminidad como el género espectacular). Es por lo tanto importante subrayar que el drag es un intento de negociar la identificación con el género opuesto. Sin embargo, debemos señalar que tal identificación no es el paradigma ejemplar para conceptualizar la homosexualidad, si bien puede ser un paradigma válido. En este sentido, el drag alegoriza un conjunto de fantasías melancólicas de incorporación que estabilizan el género. No es sólo que muchos de los drag sean heterosexuales, sino que también sería un error pensar que la homosexualidad se explica mejor a través de la performatividad drag. Lo que sí parece útil en este análisis, no obstante, es el hecho de que el drag expone o alegoriza las prácticas psíquicas y performativas mediante las cuales los géneros heterosexualizados se forman a sí mismos mediante una renuncia a la posibilidad de la homosexualidad. Tal ejecución crea un conjunto de objetos heterosexuales a la vez que delimita el ámbito de aquellos a los que no se podría amar. El drag crea una alegoría de la melancolía heterosexual por lo cual el género masculino se forma a partir de la resistencia al dolor por la pérdida de lo masculino como una posibilidad amorosa. El género femenino se forma (se adquiere, se asume) a través de la fantasía de incorporar al otro mediante la cual lo femenino se excluye como un posible objeto amoroso, una exclusión que nunca se lamenta, pero que se “mantiene” a través de una identificación femenina más fuerte. En este sentido, la lesbiana más “verdaderamente” melancólica es la mujer estrictamente heterosexual, mientras que el gay más “verdaderamente” melancólico es el hombre estrictamente heterosexual.
No obstante, lo que el drag expone es la constitución “normal” dde la presentación del género, una constitución en la que el género representado se forma de varias maneras mediante una serie de afectos e identificaciones suprimidos que constituyen un ámbito diferente de la “irrepresentabilidad”. En efecto, podría darse el caso de que aquello que constituye lo que no se puede representar sexualmente se represente como identificación de género . Desde el momento en que los vínculos afectivos homosexuales no se reconocen dentro de la heterosexualidad normativa, éstos no se constituyen meramente como deseos que surgen y que se prohíben posteriormente. Se trata, al contrario, de deseos proscritos desde el principio. Y cuando emergen lejos de la censura, pueden acarrear esa marca de imposibilidad, representando, por así decirlo, lo imposible dentro de lo posible. Como tales, no serán relaciones afectivas que puedan llorarse abiertamente. En definitiva, no se trata tanto de la resistencia a lamentarse (una fórmula que enfatiza la presencia de una elección), como de la negación del duelo que representa la ausencia de convenciones culturales para poder proclamar abiertamente la pérdida del amor homosexual. Y esta ausencia produce la cultura de la melancolía heterosexual, una cultura que se identifica en las identificaciones hiperbólicas mediante las cuales se confirman la masculinidad y la feminidad mundanas. El hombre heterosexual se convierte en (imita, cita, se apropia y asume la condición de) un hombre al que “nunca” amó y al que “nunca” lloró. En este sentido, pues, lo que se representa más claramente como género es la señal y el síntoma de una negación predominante.
Además, para poder contrarrestar este riesgo cultural preponderante de la melancolía gay (lo que los periódicos llaman de manera genérica “depresión”) ha habido una insistente divulgación y politización del dolor por aquellos que han muerto a causa del sida. El NAMES Project Quilt es ejemplar al respecto: la ritualización y la repetición del nombre es, en sí misma, una forma de reconocer públicamente esa pérdida incalculable .
Mientras el dolor se mantenga en silencio, la exasperación generada por la pérdida puede duplicarse al no reconocerse en público. Y si esa exasperación por la pérdida se proscribe públicamente, los efectos melancólicos de dicha prohibición pueden llegar a provocar el suicidio. La aparición de instituciones colectivas que permitan expresar ese dolor es crucial para la supervivencia, para la constitución de una comunidad, para la recuperación de los vínculos familiares y el restablecimiento de grupos de apoyo colectivo. Dado que estas experiencias colectivas conllevan la difusión y la dramatización de la muerte, es necesario que se interpreten como respuestas vitales a las extremas consecuencias psíquicas de un proceso de aflicción que la cultura dominante impide y proscribe.
Performatividad, género, sexualidad.

¿Cómo asociamos entonces el tropo que describe el discurso como “acto performativo” a ese sentido teatral de la representación en el cual la condición hiperbólica de las normas del género parece ser fundamental? Lo que se “pone en escena” en el drag es, sin duda, el signo del género, un signo que no es idéntico al cuerpo que representa, pero que no puede interpretarse sin ese cuerpo. El signo, entendido como un imperativo de género -¡niña!-, no se interpreta tanto como una atribución sino como una orden y como tal produce sus propias insubordinaciones. La conformidad hiperbólica a la orden puede revelar el carácter hiperbólico de la propia norma; es más, puede convertirse en el signo cultural que haga legible el imperativo cultural. Puesto que las normas heterosexuales de género producen ideales inaccesibles, podemos decir que la heterosexualidad opera mediante la producción regulada de versiones hiperbólicas del “hombre” y de la “mujer”. En su mayor parte se trata de representaciones que ninguno de nosotros elige, pero con las cuales estamos obligados a negociar. Escribo “obligados a negociar” porque el carácter obligatorio de estas normas no siempre las hace eficaces. Estas normas están continuamente asediadas por su propia ineficacia; dee ahí que se repitan de manera angustiosa los esfuerzos para establecer e incrementar su jurisdicción.
La resignificación de las normas es, pues, una función de su propia ineficacia y, por ello, la cuestión de la subversión, aprovechar la debilidad de la norma, se convierte en una ocasión para apropiarse de las prácticas de su rearticulación . La promesa crítica que nos brinda el drag no tiene que ver con la prliferación de géneros –como si un simple aumento cuantitativo fuera la solución- sino más bien con la exteriorización del fracaso de los regímenes heterosexuales en reglamentar o contener completamente sus propios ideales. Por consiguiente, no es que el drag se oponga a la heterosexualidad, o que la proliferación del drag vaya a acabar minando la heterosexualidad. Al contrario, el drag tiende a ser la creación de una alegoría de la heterosexualidad y de su melancolía constitutiva. En tanto que alegoría que opera mediante la hipérbole, el drag pone de relieve lo que, al fin y al cabo, viene determinado solamente en relación con lo hiperbólico: aquellos atributos de la performatividad heterosexual que se sobreentienden y se dan por supuestos. En el mejor de los casos, el drag puede interpretarse como un reflejo de la forma en que las normas hiperbólicas se enmascaran bajo la rutina heterosexual. A su vez, estas mismas normas, entendidas no como órdenes que hay que obedecer sino como imperativos que hay que “citar”, distorsionar, desviar y resaltar como normas heterosexuales, no necesariamente se subvierten en todo este proceso.
Es importante recalcar que si bien la heterosexualidad opera en parte mediante la estabilización de las normas de género, el género designa un denso cúmulo de significados que contienen y exceden la matriz heterosexual. Aunque es fundamental enfatizar que las formas de la sexualidad no determinan el género de manera unilateral, es crucial mantener una conexión entre la sexualidad y el género que no sea ni causal ni reductiva. Precisamente porque la homofobia suele operar mediante la atribución a los homosexuales de un género dañado, fallido, por no decir abyecto, llamando “afeminados” a los hombres gays o “masculinas” a las lesbianas y dado que el terror homofóbico hacia las actos homosexuales es, cuando se da, un terror a perder el propio género (“no volver a ser un hombre de verdad” y “no volver a ser una mujer de verdad”), parece fundamental mantener un aparato teórico que pueda explicar la forma en que la sexualidad se regula mediante el control y la humillación del género.
Podemos vernos tentados de afirmar que ciertas prácticas sexuales unen a las personas mucho más que la afiliación de género (Sedgwick, 1989), pero estas aseveraciones solamente puededn negociarse, si es que pueden, en relación con casos particulares de afiliación. No hay nada en la práctica sexual ni en el género que nos pueda inducir a privilegiar a uno más que a otro. Las prácticas sexuales, no obstante, se experimentan invariablemente de forma diferente dependiendo de las relaciones de género en las que tienen lugar. Y pueden darse modalidades de género dentro de la homosexualidad que requieran una teorización que vaya más allá de las categorías de “masculino” y “femenino”. Si queremos fomentar la práctica sexual como un modo de trascender el género, quizás debamos preguntarnos a qué precio se considera que la posible separación analítica de los dos ámbitos es una distinción de hecho. ¿Existe quizás un sufrimiento específico rrelativo al género que provoca esas fantasías de una práctica sexual que pudiera trascender por completo la diferencia sexual y en la que los rastros de la masculinidad y de la feminidad ya no pudieran percibirse? ¿Acaso no sería ésta un apráctica sexual fetichista, que se negaría a saber lo que ya sabe, aunque lo supiera de todas maneras? Esta pregunta no va encaminada a despreciar el fetiche (¿dónde estaríamos sin él?), pero sí a indagar si es sólo según una lógica del fetiche que se puede concebir la separación radical entre la sexualidad y el género.
En teoría elaboradas por Catherine Mackinnon, las relaciones sexuales de subordinación establecen categorías de género diferenciales, de manera que a los “hombres” se les define como los que ocupan una posición social dominante y a las “mujeres” como las subordinadas. La explicación de Mackinnon, fuertemente determinista, no da lugar a que las relaciones sexuales se puedan teorizar al margen de las rígidas estructuras de las diferencias de género y de aquellas formas de regulación sexual que no consideran el género como su objeto principal (la prohibición de la sodomía, el sexo en público y la homosexualidad consensuada). De ahí que la distinción determinante entre la sexualidad y el género que Gayle Rubin propone en “Thinking Sex” y la reformulación de esa posición por parte de Sedgwick hayan representado una oposición teórica importante al estructuralismo determinista de Mackinnon.
Creo que en estos momentos debemos replantear esta oposición para repensar los límites entre la teoría queer y el feminismo . Seguramente es tan inaceptable insistir en que las relaciones de subordinación sexual determinan la posición de género como separar de manera radical las formas de sexualidad del funcionamiento de las normas de género. Sin duda, la relación entre las prácticas sexuales y el género no está determinada estructuralmente. Aún así, desestabilizar la presunción heterosexual de ese mismo estructuralismo requiere que consideremos a ambos dentro de una relación dinámica y recíproca.
En términos psicoanalíticos, la relación entre género y sexualidad se negocia en parte a través de la relación entre identificación y deseo. Y aquí se percibe de manera muy clara por qué es tan importante renunciar a establecer líneas de implicación causal entre estos dos ámbitos y mantener abierta la investigación sobre sus complejas interrelaciones. Pues si identificarse como mujer no implica necesariamente desear a un hombre, y si desear a una mujer no implica necesariamente la presencia constitutiva ded una idedntificación masculina, sea lo que esto sea, entonces la matriz heterosexual resulta ser una lógica imaginaria que continuamente produce su propia ingobernabilidad. La lógica heterosexual que requiere que identificación y deseo se excluyan mutuamente es uno de los instrumentos psicológicos más reductivos del heterosexismo: quien se identifica con un determinado género debe desear un género diferente. Por un lado, no hay una feminidad con la que identificarse, lo cual equivale a decir que la feminidad podría ofrecer un conjunto de formas de identificación, tal y como pone de manifiesto la proliferación de las posibilidades individuadas de la lesbiana femme. Por otro lado, asumir que las identificaciones homosexuales “se reflejan” o s replican mutuamente, difícilmente describe las dinámicas y complejas relaciones gays y lesbianas. Apenas ha empezado a constituirse un vocabulario teórico para describir la dificultad del juego, de los cruces y la desestabilización de las identificaciones masculinas y femeninas que se dan en la homosexualidad. El lenguaje no académico que se ha ido enraizando en las comunidades gays es mucho más instructivo al respecto. El concepto de la diferencia sexual en el seno de la homosexualidad todavía no se ha teorizado en toda su complejidad.
La performatividad, pues, no debe interpretarse ni como autoexpresión ni como autopresentación, sino como la posibilidad inédita de dotar de nuevo significado unos términos investidos de gran poder. Es interesante analizar la película Paris is burning, no tanto por la forma en que las representaciones drag utilizan estrategias que desnaturalizan y a la vez vuelven a idealizar el hecho de ser blancos (Hooks, 1991) y las normas heterosexuales de género, sino más bien por el modo en que realiza una interpretación poco convencional del parentesco. En ocasiones son las propias actuaciones drag las que producen una feminidad excesiva como consecuencia del hecho de ser blanco/a y desvían la homosexualidad a través de un desplazamiento de los géneros que ensalza ciertas formas burguesas de intercambio heterosexual. Y a pesar de eso, aunque esas representaciones no sean inmediata u obviamente subversivas, quizás ocurra que al reformular el parentesco –y en particular, la redefinición del “hogar” y de sus formas de colectividad (hacer de madre, fregar, leer, hacerse famosa)- la apropiación y la reutilización de las categorías de la cultura dominante posibiliten la formación de relaciones que funcionen de manera eficaz como discurso de oposición. Estos hombres “se hacen de madre”, se “arropan” y se “alimentan” mutuamente, y la nueva significación de la familia en estos términos no es una imitación inútil o vana, sino que es la creación discursiva de una comunidad, una comunidad que crea vínculos afectivos entre sus miembros, se preocupa por ellos y les enseña, protege y habilita. Sin duda, cualquiera de los que somos queer debemos tener conocimiento, ser testigos y aprender de esta labor, la cual hace que ninguno de los que nos hallamos fuera de la “familia” heterosexual nos sintamos completamente ajenos a la película. De hecho, es revelador que la elaboración del parentesco mediante la resignificación de aquellos términos que precisamente dan lugar a nuestra exclusión y abyección cree un espacio social y discursivo para la comunidad, una apropiación de los términos dominantes que los dirige hacia un futuro lleno de nuevas posibilidades.
¿Cómo podemos saber si la subversión ha tenido lugar? ¿A qué criterios podemos recurrir para estimar el alcance de la subversión? ¿Desde qué perspectiva podemos tener conocimiento de la misma? No se trata solamente de situar las representaciones en contextos (como si la demarcación del contexto no prefigurara el resultado), ni de evaluar la respuesta del público, ni de establecer las bases epistemológicas que nos permitan “conocer” esos efectos. Al contrario, la subversión es un tipo de repercusión que se resiste a los cálculos. Si pensamos en las consecuencias de la producción discursiva, éstas no terminan al final de un determinado enunciado o expresión, de la aprobación de una ley, del anuncio de un nacimiento. La búsqueda de la capacidad de significación de estos enunciados no puede ser controlada por aquel que habla o escribe, pues esas producciones no pertenecen a quien las enuncia. Continúan teniendo significado a pesar de sus autores y, en muchas ocasiones, en contra de las mejores intenciones de éstos.
Una de las implicaciones ambivalentes de la descentralización del sujeto es que la escritura se convierte en el centro de la expropiación necesaria e inevitable. Pero ceder la propiedad de lo que uno ha escrito tiene una serie de corolarios políticos importantes. El hecho de que podamos retomar nuestras propias palabras, replantearlas y deformarlas abre un camino difícil hacia el futuro de la comunidad, un futuro en el que posiblemente veremos frustrada la posibilidad de reconocernos en los términos mediante los cuales nos representamos. No obstante, el hecho de no ser dueños de nuestras propias palabras se pone de manifiesto desde un principio, ya que de alguna manera el discurso es siempre el de un extraño que habla a través de nosotros y que somos nosotros, la reiteración melancólica de un lenguaje que nunca hemos elegido y que no se halla a nuestro servicio. Es el discurso el que, por así decirlo, nos utiliza y en el que nos hallamos expropiados a causa de nuestra permanente condición de ser “uno” y de ser “nosotros”. Esta es la condición ambivalente del poder que es siempre vinculante.

Referencias bibliográficas

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1 comentario:

  1. Increíble, felicidades, un blog absolutamente necesario, había leído fragmentos de este artículo en español y me encantaría tener la versión en inglés, disponéis de ella en pdf?
    La verdad es que encantaría estar en contacto con vosotrxs, estoy preparando un docu, el segundo sobre género, y para mi sería lo más.
    Gracias por estar ahí :)

    Montse Pujantell (mpujantell@gmail.com)

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