Beatriz Suárez Briones. Universidade de Vigo
La teoría feminista fue pionera, desde los años 1960 de este siglo, en el desenmascaramiento de la política sexual (Millett, 1969) que construye la realidad en todas las sociedades que conocemos, y pionera también en la puesta a punto de un nuevo instrumento de análisis que abría puertas insospechadas para la evaluación crítica de las construcciones culturales. Este instrumento fue el género. En manos de las primeras teóricas feministas el género se convirtió en una herramienta cada vez más sofisticada con la que emprender una disección de la cultura hasta entonces inédita y todavía hoy, treinta años después, revolucionaria.
La crítica literaria feminista de los años 1960 y 1970 promocionó una determinada actitud crítica que proponía e invitaba a leer el género, o a leer desde el género: esa táctica de lectura que se conoce como "leer como mujeres". La cultura (tanto el legado cultural como la que se urde aquí y ahora) es puesta bajo sospecha, sometida a inspección y encontrada culpable de misoginia, heterosexismo, etnocentrismo y clasismo. El revisionismo cultural se convierte en imperativo categórico. Leer como una mujer demuestra ser una actividad de resistencia a la inmasculación y convierte a la lectora en una lectora resistente. La re-visión de la cultura para la lectora feminista es un acto de supervivencia y resistencia en/a la cultura patriarcal y sus dictados ideológicos androcéntricos. A esta actividad feminista debemos la reescritura de la historia literaria, radical y sin precedentes (en castellano y para la literatura producida en el Estado español desde la Edad Media hasta el presente están los seis volúmenes de la Breve historia feminista de la literatura española emprendida por Iris Zavala).
Desde mediados de los años 1980 y en los 90, sin embargo, las críticas feministas someten a escrutinio la propia labor feminista: el nuevo sujeto generado de las políticas feministas se evidencia como una ficción unitaria, que encubre (es decir, margina y silencia) otras dimensiones de la construcción de la identidad individual y colectiva. Las críticas feministas negras y lesbianas y el psicoanálisis feminista han sido protagonistas de este nuevo impulso autocrítico. Desde este nuevo mirador abierto en el edificio teórico feminista un territorio inédito se ofrece a la especulación; desde aquí podemos y debemos preguntarnos para qué sirvió la teoría feminista del género en el ámbito de relaciones en que los individuos son (pero...¿son?) del mismo género: en el espacio de la teoría lesbiana. ¿Tiene validez el género entre mujeres? Aquí pretendo esbozar un fragmento de historia del pensamiento de género en la teoría lesbiana y sus críticas al pensamiento de la diferencia sexual por excluyente y heterosexista.
Sin duda alguna, la teoría feminista, en alianza con la teoría psicoanalítica, ha sido pionera en el cartografiado del continente oscuro de la sexualidad femenina y la encargada de problematizar toda una serie de cuestiones verdaderamente complejas: la sexualidad de mujeres y hombres ¿es distinta por naturaleza o, por el contrario, es producto de la cultura y, en consecuencia, producto de condiciones sociales y culturales específicas? ¿Qué relación hay entre la sexualidad y las diferencias biológicas entre mujeres y hombres? Y, si la sexualidad humana es una construcción cultural, ¿cómo afectan las ideas de la cultura acerca de la sexualidad a nuestros deseos y conductas individuales? ¿Nos limitamos los humanos a interiorizar y reproducir las formas de sexualidad apropiadas para nuestra cultura o la relación entre mores culturales y subjetividad individual es fluida y no mecánica?
Más allá del pensamiento de la diferencia sexual, la teoría lesbiana de la sexualidad se interna en un territorio más oscuro todavía: ¿qué diferencias hay entre la sexualidad de las mujeres hetero y homosexuales?¿Somos todas las mujeres del mismo género? ¿Cómo se relaciona la sexualidad con otras construcciones culturales como el género, la raza, la clase? Género y sexo, ¿cómo y dónde coinciden y en qué divergen; qué efectos tiene la coincidencia de sexo y género y su divergencia en la vida individual de las personas, y en la existencia social de los colectivos? El género y el sexo son indisociables de las formas en que cada persona individual y cada cultura en general piensan sobre lo humano. El sentido de identidad de género es complejo y pleno de desasosiegos; todas las personas sufrimos a lo largo de nuestra vida ataques de ansiedad de género, que nos llevan a hacernos preguntas del estilo de estas: ¿seremos -o no- lo suficientemente femeninas -o masculinas-? ¿nos comportamos -o no- como una mujer -o un hombre-? ¿somos igual de mujer -u hombre- todos los días de nuestras vidas? Plantearnos estas cuestiones nos permite preguntarnos también sobre la propia autopercepción vinculada al género: ¿es ésta -el sentimiento del propio género- fija, discreta, coherente, intrínseca a nuestra experiencia de lo que somos? ¿cuánta cantidad de feminidad se requiere par ser mujer o para dejar de serlo? ¿qué actos o qué prácticas nos colocan dentro o fuera de la feminidad? ¿y qué relación tiene la percepción del propio género con nuestro cuerpo sexuado? Para ilustrar la forma en que la cultura ha venido haciendo pasar por coincidente sexo y género basta con pensar en que una forma tradicional de considerar a lesbianas y gais es que no somos "mujeres" u "hombres" "de verdad". Y es que todas las culturas penalizan de diversas maneras la insurrección de género. En muchos casos con la persecución e incluso con la muerte. Sin embargo, una de las características principales de la sexualidad es, precisamente, su profunda complejidad, que se deriva del hecho de que en la sexualidad humana confluyen lo individual (el cuerpo, el deseo, la fantasía, los sentimientos) y lo colectivo (las autorizaciones, prohibiciones y valoraciones que cada cultura construye alrededor de las prácticas de la sexualidad).
Lo que parece indudable a estas alturas es que la sexualidad humana tiene poco de "natural". Es más, la antropología contemporánea sugiere que ni siquiera hay una fórmula infalible para decidir a priori qué acto(s) son (o no son) específicamente sexuales . Y, en cualquier caso, todos los discursos históricos sobre la sexualidad comparten el actuar -lo dice Foucault- en “beneficio del locutor” (13). Por ello la nueva actitud crítica posmoderna, de estirpe foucaultiana, atiende a los discursos sobre el sexo, a la voluntad que los mueve y a la intención estratégica que los sostiene. La explosión discursiva sobre la sexualidad de los siglos XVIII y XIX desplazó el centro de interés a las sexualidades “periféricas”. Esta caza de las otras sexualidades produce “una incorporación de las perversiones y una nueva especificación de los individuos” (56). Este impulso taxonómico y de control tendrá, no obstante, como resultado que la sexualidad se constituya como una razón de ser en sí misma, como un centro característico del ser y núcleo del que irradie un sentido de identidad colectiva, alrededor del cual irán fraguando históricamente las políticas identitarias.
Desde una posición posmoderna, difícilmente una política identitaria se puede sustentar en postulados esencialistas. En este sentido, la teoría lesbiana ha dado una nueva vuelta de tuerca al concepto y la práctica del género. Los análisis más significativos en su desvelamiento lo han emprendido feministas lesbianas: una antropóloga, Gayle Rubin , una escritora y ensayista, Monique Wittig, y una filósofa, Judith Butler –una de las figuras cuyo pensamiento es más sugerente y a la vez más perturbador del actual panorama de los feminismos-.
Para Wittig, "sexo" es una categoría social, no natural. La idea de la diferencia sexual enmascara, al hacerla pasar por natural e inevitable, la oposición antinatural (es decir social) entre hombres y mujeres. Masculino/femenino, varón/mujer son categorías que ocultan el hecho de que las diferencias siempre se crean dentro de un orden económico, político, ideológico. Todo sistema de dominación establece divisiones al nivel material que favorecen a un grupo y desfavorecen al resto (construidos como "los otros": raros, anormales, anómalos). Lo mismo ocurre con el sexo: es la opresión de las mujeres por los hombres la que crea el sexo, y no al contrario; creer que el sexo es la causa de la opresión implica creer que el sexo es algo que preexiste a lo social. Sin embargo, la categoría de sexo no existe a priori, antes de que exista la sociedad humana, y como categoría que produce relaciones de dominio y sumisión no puede ser producto de la naturaleza, porque la categoría de dominio es una categoría social.
Por otro lado, "sexo" es una categoría política que funda la sociedad como heterosexual; además, es una categoría totalitaria, con sus propias instituciones, su propio sistema de leyes, su propia policia... Con-forma el cuerpo y la mente, hasta el punto de que no podemos pensar fuera de ella. Los seres humanos somos forzados a que nuestro cuerpo y nuestra mente se correspondan, rasgo a rasgo, a la idea de "naturaleza" que se ha creado para nosotros, a la idea de sexo y de género. Con el sexo ocurre lo mismo que con la raza: ésta, exactamente igual que el sexo, es considerado un hecho inmediato, un dato sensorial, una serie de rasgos o características físicas que pertenecen al orden de lo natural. Pero lo que creemos que es una percepción física y directa es sólo una construcción sofisticada y mítica, una "formación imaginaria" que reinterpreta los rasgos físicos (en sí mismo tan neutrales como cualesquiera otros pero marcados con significados específicos por el sistema social) en función y a través del entramado de relaciones por las que son percibidos. Para Wittig es tarea histórica del feminismo y del feminismo lesbiano definir en términos materialistas lo que llamamos opresión, hacer evidente que las mujeres somos una clase, es decir, que la categoría 'mujer' y la categoría 'hombre' son categorías políticas y económicas y no eternas; Las "mujeres" somos el producto de una relación social de explotación.
Butler defiende que no sólo el género sino además la materialidad del sexo se construye y se estabiliza a través de la repetición ritual de normas, y que el primero (el género) precede y produce al segundo (el sexo). Estos procesos de construcción son constitutivos del sujeto y constitutivos en el sentido de que, sin ellos, el sujeto es imposible. No hay un “sexo” prediscursivo, el punto de referencia estable sobre el que actúan y al que se superponen las prácticas del género: el “sexo” ya está generado. Y la repetición ritual de normas culturales produce tanto cuerpos inteligibles como cuerpos abyectos :
“Sex” is, thus, nor simply what one has, or a static description of what one is: it will be one of the norms by which the “one” becomes viable at all, that which qualifies a body for life within the domain of cultural intelligibility (1993a, 2).
De modo que el sexo funciona como un principio de identidad que impone (una ficción de) coherencia y unidad “on otherwise random or unrelated set of biological functions, sensations, pleasures" (Butler, 1993b, 89). Como imposición ficcional de uniformidad, el sexo es “an imaginary point” y “an artificial unity” (1993a, 90-91), pero, ficcional y artificial, su poder es enorme: el poder del sexo es tal que para ser “apropiadamente” humano, el ser humano ha de estar adecuadamente sexuado; el sexo discrimina, sin duda, lo normal de lo abyecto, y lo inhumano de lo reconocible como humano. Las normas de regulación y codificación del “sexo” operan de modo performativo para constituir la materialidad de los cuerpos y para materializar el sexo del cuerpo; también, y por añadidura, para materializar la diferencia sexual en servicio de la consolidación del imperativo heterosexual .
Por lo dicho hasta aquí debe quedar claro que, tanto la investigación feminista como la lesbiana sobre la sexualidad parten de posiciones construccionistas, desde las que han apuntado que hay ciertos rasgos persistentes del pensamiento sobre la sexualidad que inhiben el desarrollo de una teoría radical (también de una teoría feminista y lesbigay radical) sobre la sexualidad. Quizás el más importante sea el esencialismo sexual: la creencia en que la sexualidad es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida social, eterna, inmutable y transhistórica; la creencia en que somos de un determinado sexo y que nuestra sexualidad emana directa y naturalmente de ese sexo que somos, de que la sexualidad es el efecto espontáneo y no mediado del sexo. Tanto para la teoría feminista como para la lesbiana el peligro fundamental que entraña el esencialismo es el de que postula una sexualidad “natural” no contaminada por la cultura . Precisamente por esto mismo una posición esencialista impide explicar la variedad cultural e histórica de las formas de la sexualidad; y lo que es todavía más grave desde una perspectiva intelectual es que el esencialismo pasa por alto que la sexualidad es objeto de regulación (es decir, de manipulación) por el poder, que la sexualidad humana es también un campo de batalla donde se juega el poder: el poder de un género sobre el otro, el poder de las mayorías sexuales sobre los colectivos sexuales minoritarios. Y la interiorización de las normas sociales que ordenan la sexualidad sirve al refuerzo del status quo, que, no lo olvidemos, ratifica la hegemonía de los varones occidentales, blancos, heterosexuales y de clase media y media alta. La sexualidad entra por esta vía en el contrato social, que une al individuo y al estado. A medida que los estados se arrogan mayores derechos sobre el control de la sexualidad, las luchas sexuales cobran forma como un modo de resistencia pública y política al control por parte de las mayorías sobre los colectivos sexuales minoritarios .
El feminismo primero, y más recientemente las lesbianas y gays hemos protagonizado buena parte de esas luchas, y con nuestra militancia y nuestra presencia hemos llamado la atención, una y otra vez, sobre el hecho de que todos los movimientos sociales progresistas deben tener en consideración la sexualidad y no ceder el campo a los grupos reaccionarios que están más que dispuestos a hablar.
La explosión discursiva sobre el sexo nos ha conducido, también, a postular o formular, alrededor de la sexualidad, la identidad personal y las políticas identitarias, “a formular al sexo la pregunta acerca de lo que somos”, según Foucault (1976, 96). En esta misma línea, la crítica posmoderna lesbigay (Vicinus, Farwell, Fuss, Weeks, Dollimore, etc.) sostiene que lesbianas y gays son el producto de la historia, y sólo han comenzado a existir en un momento histórico específico, cuando, con el advenimiento del capitalismo se hizo posible la creación en las ciudades de comunidades de lesbianas y gays y, más recientemente, la formación de políticas basadas en la identidad sexual (D’Emilio, 1992). Del hecho de que la homosexualidad sea vista como amenaza a la organización social se deriva la importancia de saber quién es la/el homosexual, y cómo reconocerla/lo. Esta actitud inquisitiva e inquisitorial alrededor de las homosexualidades está en marcado contraste con la construcción de la heterosexualidad, cuya posición privilegiada como norma hegemónica ha hecho que la expresión identidad heterosexual parezca un concepto redundante: es toda otra identidad sexual la que tiene que definirse contra la norma; ésta, precisamente por su estatuto de norma, permanece en un estadio no teorizado e incluso pre-teórico. No obstante, historiar las políticas identitarias ha puesto de manifiesto que toda identidad es una ficción y el resultado de toda una serie de procesos -históricos, sucesivos o incluso simultáneos- de narrativización, es decir, de ficcionalización. Escribir la historia de la sexualidad ha sacado a la luz las operaciones del poder y los modos en que éste se ha ejercido a través de los discursos sobre la sexualidad. Ahora bien, toda vez que la etiqueta (‘lesbiana’, ‘gay’) y el rol social existen, se hace posible la existencia de individuos que se califiquen a sí mismos y a otros con ella, y resignifiquen sus experiencias individuales y sociales con significados que no eran posibles antes.
Es evidente que siempre ha habido mujeres que amaron a las mujeres , hayan tenido o no relaciones sexuales con ellas, pero también es evidente que siempre han existido y siguen existiendo circunstancias reales que impiden o dificultan la autoidentificación y la conciencia comunitaria lesbiana. Teresa de Lauretis caracteriza este segundo estadio de crítica lesbiana por la investigación en las estrategias utilizadas por las escritoras lesbianas para tratar con el género y la sexualidad:
to escape gender, to deny it, transcend it, or perform it in excess, and to inscribe the erotic in cryptic, allegorical, realistic, camp, or other modes of representation, pursuing diverse strategies of writing and of reading the intransitive and yet obdurate relation of reference to meaning, of flesh to language (1993, 144).
Basándome en las estrategias de tratamiento del género sobre las que reflexiona de Lauretis (pro)pongo a continuación como modelos de estética lesbiana dos ejemplos, sacados el primero de la práctica de vida (e.d., de la experiencia vivida) de la comunidad lesbiana, y el segundo de la escritura de una escritora lesbiana. Ambos constituyen dos actitudes -dos maniobras- de supervivencia lesbiana en su relación con la normativa del género; ambos proponen la transgresión del género a través del exceso: convirtiéndolo en actuación, en máscara, o en abyección. El juego de roles, con su regusto por lo camp y la mascarada es el primero; la escritura lesbiana de Monique Wittig, el segundo. Veámoslo.
Uno de los modos favoritos de la estética homoerótica ha sido lo camp . Susan Sontag describió lo camp como “a certain mode of aestheticism (...) one way of seeing the world as an aesthetic phenomenon (...) not in terms of beauty, but in terms of the degree of artifice” (1966, 275). Lo camp funciona contra el modo de representación realista en su presentación y preferencia por el artificio, en su uso de la ironía y la parodia. Claro que lo camp, tan lesbigay, se ha vuelto una de las parafilias de lo posmoderno, en evidencia señera del modo en que las estéticas marginales, liminales, se mueven hacia el centro y éste se descentra, se fragmenta, se abre -o tal vez simplemente se apropia de ciertos rasgos de los movimientos marginales y, al apropiárselos, los fagocita y desactiva: ¿son los pequeños cambios imprescindibles para que nada cambie?-.
Y una fórmula tradicional de expresión de lo camp lesbiano es la hiperfeminidad: lo femmenino , se ha vuelto una forma de enunciación por exceso de algo (¿lo femenino?). Para la psicoanalista Joan Riviere la feminidad es la máscara con que ciertas mujeres ocultan o encubren su aspiración a “una cierta masculinidad” (sic). La feminidad, llevada como una máscara,
tomaba el sentido de una exhibición tendiente a demostrar que ella poseía el pene del padre, después de haberlo castrado. Una vez hecha la demostración, era presa de un miedo horrible de que el padre se vengara. Se trataba evidentemente de un manejo tendiente a apaciguar la venganza tratando de ofrecerse a él sexualmente (1979, 14).
La feminidad se porta como una máscara, con la que poder a la vez disimular la existencia de la masculinidad y evitar las represalias que el descubrimiento del robo (del pene paterno) produciría sin duda. La feminidad no es una esencia, una forma esencial de ser de las mujeres sino una construcción interesada. La pregunta que surge ahora es obligada: ¿acaso toda feminidad es una máscara, la feminidad es siempre un hacer-como-si? Y si no es esto, ¿cómo trazar la línea que separa la “genuina feminidad” de la “mascarada”, cómo distinguir “la femineidad verdadera y el disfraz” (Rivière, 1979, 15). La respuesta de Rivière es contundente: “sostengo que tal diferencia exista. La femineidad, ya sea fundamental o superficial, es siempre lo mismo” (1979, 16) (cursivas mías). La feminidad es una máscara, un disfraz, una parodia, una ficción: una mascarada.
Retengamos esta idea para ver las vueltas que le ha dado, setenta años después, la crítica feminista, y su productividad para explicar cierta(s) estética(s) lesbiana(s). Porque, curiosamente, el artículo de Joan Rivière, publicado en 1923, encontró resonancias tanto en la sensibilidad moderna (el primer feminismo que veía al género como imposición, no como naturaleza) como ahora en la posmoderna (que entiende el género como actuación y sobreactuación, como exceso), tanto en buena parte de la teoría lesbiana posmoderna (Judith Butler, Sue Case, Eve Kossofsky, Elsepeth Probyn, Biddy Martin, etc.) como en la feminista no lesbiana (Mary Russo, Mary Ann Doane, Ann Kaplan, etc.).
Sirviéndose de estos dos modelos de representación de lo femenino como máscara y como exceso, un sector de la crítica lesbiana (Judith Butler , Teresa de Lauretis , Sue-Ellen Case , Biddy Martin , Joan Nestle ...) insiste en que la pareja butch/femme habita lúdicamente, juega, actúa (y sobreactúa en) el espacio camp –espacio de la estilización, la ironía, del artificio ingenioso, del exceso constructivo- “free [la pareja butch/femme] from biological determinism, elitist essentialism, and the heterosexist cleavage of sexual difference” (1993, 305). El género se convierte en parodia, se marca hasta convertirlo en mascara(da).
La segunda la ofrece Monique Wittig, sin duda la autora representativa por antonomasia de una (si existe) escritura lesbiana. Su obra literaria se ofrece como modelo para desarmar el cuerpo femenino y construir un cuerpo lesbiano: un cuerpo indócil, exagerado, intemperante, transgresor a las leyes de la diferencia sexual. Y para des-domesticar el cuerpo femenino una de las fórmulas es la de reinscribirlo en forma de exceso, o, como dice Teresa de Lauretis, “in provocative counterimages sufficiently outrageous, passionate, verbally violent, and formally complex to both destroy the male discourse on love and redesign the universe” (1993, 149). El texto emblemático de esta ruptura con la cultura masculina ha sido El cuerpo lesbiano , un texto lesbiano por y para lesbianas.
La radical ruptura del sujeto en su imposible lingüístico y/o en El cuerpo lesbiano, la parodia y la impúdica repersonización de los héroes mitológicos o literarios , la mezcla de lo épico, lo lírico, el bildungsroman , el dicccionario enciclopédico ... tiene poco que ver con la écriture feminine , a la que Wittig considera cómplice en la reproducción de la feminidad y el cuerpo femenino como Naturaleza. Lo que tiene lugar en El cuerpo lesbiano es la descomposición del cuerpo femenino miembro a miembro, secreción a secreción, órgano a órgano: desmembramiento y remembramiento, reconstitución del cuerpo en una nueva economía, la del exceso. La barra en el y/o de El cuerpo lesbiano es un signo de exceso, es su marca formal; y, como recuerda Susan Sontag, el exceso es “an exaltation of the “I” through costume, performance, mise-en-scène, irony, and utter manipulation of appearance” (1966, 150). No escritura femenina sino escritura lesbiana. Este es el ejercicio de escritura de Monique Wittig.
Y ¿qué es la escritura lesbiana? ¿hay una lengua lesbiana? Permítasenos responder a esta pregunta con otra propuesta excesiva, inmoderada. La hace Dianne Chisholm (1995) desde su lectura de ese otro texto provocadoramente lesbiano que es Working Hot (1989), de Mary Fallon. La lengua lesbiana de Fallon es una de “cunning lingua” –dice Chisholm-, a la vez acto de habla y acto carnal, “speech-sex act”, una lengua del exceso textual, capaz de jugar “with discourse and dialogue as oral sex toys” (1995, 20). “Cunning lingua”,
is, properly speaking, an erotic-poetics whose fictional dialogues and sexual dialects perform a blasphemous act of seductive illocution (...) A perverse performativity, cunning lingua reflects and elaborates the gestures of cunnilingus (1995, 22).
Una lengua que es lingual, no lingüística –la propia Fallon la describe como “an efficient pleasure machine”-, que erotiza el cuerpo femenino, que lo desmiembra –como Wittig- pero no de manera abyecta –como Wittig- sino concupiscentemente perversa:
Lingual performativity engages the body of speech, the organ of speech-making which 'talks' in ways/in words which speak most directly to that other organ at the core of woman's sexual body. Tonguing language so as to s(t)imulate cunnilingus, cunnig lingua performs the sex that it speaks (1995, 23).
La poética lesbiana que propone Chisholm desde Fallon es la de una literatura que “clitoriza” (y “lesbianiza”) a la lectora: es “lit-clit”, literatura carna(va)l antifalogocéntrica.
Porque en la cultura occidental el pene erecto se ha hecho pasar por el único significante del deseo, y el clítoris ha desaparecido de la representación; porque se ha prohibido a las mujeres usar partes de su cuerpo para significar su deseo y en la economía fálica hay sólo un representante de lo sexual y lo erótico, y se ha producido una “clitoridectomía” que es también “textual” . Por todo esto y contra todo esto surgen las propuestas de el cuerpo lesbiano de Wittig, o la clitofanía de Mary Fallon.
No obstante, un sector de la teoría lesbiana contemporánea nos alerta sobre la excesiva “romantización” de la identidad entre mujeres (Gallop, 1986; Zimmerman, 1992), sobre la utilización de un concepto de identidad basado fundamentalmente en lo anatómico, y que ignora otras formas de diferencia -la clase social, la raza, la nacionalidad, la edad, la religión, la ideología...- entre mujeres. También el protagonismo emergente en las prácticas simbólicas y en las eróticas de los juegos de roles y del sadomasoquismo lesbiano plantea nuevos retos a la utilización de un concepto de identidad restrictivo e ingenuo. Al postular cualquier definición de la identidad lesbiana -sea cual sea- lo que no se puede olvidar es que todo discurso es histórico y está al servicio de propósitos políticos y teóricos específicos. Debemos atender, pues, a las llamadas que nos alertan sobre una universalización (siempre falsa) de la identidad lesbiana. Biddy Martin afirma que, sólo al considerar la identidad como un proceso fluido en el que se imbrican por adición múltiples identidades (la raza, la clase, etc.), “el lesbianismo deja de ser una identidad con unos contenidos predecibles, deja de constituirse como lugar central de la identificación personal y política” aunque sigue siendo una “posición de discurso” (1988, 103).
Que todas las fronteras son notoriamente inestables y las identidades sexuales rara vez son seguras es lo que sostienen también las nuevas sacerdotisas de la posmodernidad lesbiana (léase Diana Fuss, Judith Butler, Eve Kosofsky Sedgwick, etc.) ; para ellas el discurso que ordena la elección de objeto libidinal y el comportamiento sexual ha dependido hasta ahora de la simetría estructural de dos inescapables opuestos -la jerarquía hombre/mujer denunciada por la teoría feminista, y el par hetero/homo(sexual) cuestionado por la teoría lesbiana y gay- y ha dependido también de “la inevitabilidad de un orden simbólico basado en una lógica de límites, márgenes y froteras” (Fuss, 1991, 1), un orden simbólico incapaz de darse cuenta de que que las nuevas (o no tan nuevas) posibilidades sexuales no pueden seguir pensándose en dialécticas formularias. Tanto el feminismo postmoderno como la teoría lesbiana y gay última apuntan a la deconstrucción de las jerarquías binarias . Deconstruir estas jerarquías significa darles la vuelta (literalmente: poner lo de dentro hacia fuera) para dejar al descubierto su maquinaria de funcionamiento y su estructura discursiva. Ahora bien, esta labor de zapa deconstructiva va acompañada siempre de un movimiento hacia la construcción o articulación teórica del espacio exterior (es decir, del espacio en el que existe desplazado todo lo que no es central: lo marginal, lo extranjero, lo Otro); es precisamente aquí, en este espacio discursivo, donde trabaja mucha de la más reciente teoría lesbiana y gay, investigando los complejos procesos a través de los cuales se construyen las fronteras sexuales, se asignan las identidades sexuales y se formulan las políticas sexuales (Fuss, 1991; Kosofsky, 1990; Butler, 1991).
Los retos que sigue planteando la teoría lesbiana a la teoría feminista en particular y a los estudios culturales en general son muchos; también sus méritos son muchos. Entre ellos está, según Catharine Stimpson:
el haber ampliado el horizonte de los Estudios de la Mujer, que tal vez se hubiesen quedado en una mera interrogación de la heterosexualidad, y el haber equilibrado los estudios gay, que se habrían quedado en mero interrrogante de la homosexualidad masculina (1992, 379).
Abelove, Barale y Halperin afirman que la teoría lesbiana y gay ha hecho con la sexualidad lo que el feminismo hizo una década antes con el género: establecer su centralidad como una categoría fundamental para el análisis cultural. Género y sexualidad son las encrucijadas por donde cruzan una y otra vez nuestras emociones, nuestras percepciones y nuestros discursos. La teoría feminista y la teoría lesbiana nos han enseñado que no es posible ni la neutralidad genérica ni la neutralidad sexual, y que sólo se puede ignorar estos hechos pagando el elevado precio de la deshonestidad intelectual.