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domingo, 19 de abril de 2009

Sobre el concepto de “violencia de género” - Marta Plaza Velasco

Violencia simbólica, lenguaje, representación

Universitat de València
Resumen:
Este artículo supone una reflexión acerca del concepto de violencia de género, centrando
principalmente la cuestión de la violencia simbólica, para después pasar a analizar la cuestión de
las representaciones culturales y el lenguaje, como mecanismos a través de los cuales esta
violencia se ejerce y se hace posible, pero también como posibles instrumentos críticos que nos
permitan luchar contra ella.
Palabras clave: violencia de género, violencia simbólica, lenguaje, representaciones culturales,
lucha, crítica, subversión, política.
Abstract:
This article is a reflection on the concept of gender violence, especially on the question of
symbolic violence, in order to analyse cultural representations and language as mechanisms
with which this kind of violence is exerted. But also both of them are understood as possible
critical instruments that let us fight against it.
Key words: gender violence, symbolic violence, language, cultural representations, fight, critic,
subversion, politics.
Empecemos con unas imágenes:
(Mendieta, 1973)
* Cita recomendada: Plaza Velasco, Marta (2007) “Sobre el concepto de “violencia de género”. Violencia
simbólica, lenguaje, representación” [artículo en línea] Extravío. Revista electrónica de literatura comparada,
núm. 2. Universitat de València [Fecha de consulta: dd/mm/aa] ISSN: 1886-4902
Extravío. Revista electrónica de literatura comparada 2 (2007) ISSN: 1886-4902
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Estas imágenes, pertenecientes a una performance de Ana Mendieta, suponen la representación
de la primera idea que a todos nos viene a la cabeza cuando oímos hablar o hablamos sobre
“violencia de género”. Es la representación de una violencia física, ejercida directamente sobre
el cuerpo de una mujer que suponemos blanca y de clase media. Un cuerpo femenino que es
golpeado, ensangrentado, perforado, violado, asesinado… Es esta violencia física la que es
objeto de denuncias y la que se intenta erradicar mediante unas leyes que nunca son eficientes.
Pero, ¿qué es lo que produce este tipo de violencia física directa? ¿Qué es lo que la hace
posible? ¿Qué es lo que la permite? ¿No será que debemos pensar en un concepto de violencia
mucho más complejo y sutil?
Efectivamente, es fácil darse cuenta de que la “violencia de género” no se reduce únicamente a
esta violencia física directa que es la primera en la que todos pensamos. Es por esto que es
interesante y necesario reflexionar acerca de un concepto de “violencia de género” amplio y
complejo y sobre los mecanismos a través de los cuales esta violencia compleja y sutil se ejerce
sobre los cuerpos. Y es este el objetivo de este trabajo. En él me propongo reflexionar acerca del
concepto de violencia de género, centrándome principalmente en la cuestión de la violencia
simbólica, para después pasar a analizar la cuestión de las representaciones culturales y el
lenguaje, como mecanismos a través de los cuales esta violencia se ejerce y se hace posible,
pero también como posibles instrumentos críticos que nos permitan luchar contra ella.
I
Comencemos con unas palabras de la Declaración de la IV Conferencia Mundial sobre las
Mujeres celebrada en Pequín en septiembre de 1995:
La violencia contra la mujer es una manifestación de las relaciones de poder históricamente
desiguales entre mujeres y hombres, que han conducido a la dominación de la mujer por el
hombre, la discriminación contra la mujer y a la interposición de obstáculos contra su pleno
desarrollo. La violencia contra la mujer a lo largo de su ciclo vital dimana esencialmente de
pautas culturales, en particular de los efectos perjudiciales de algunas prácticas tradicionales o
consuetudinarias y de todos los actos de extremismo relacionados con la raza, el sexo, el
idioma o la religión que perpetúan la condición inferior que se asigna a la mujer en la familia,
el lugar de trabajo, la comunidad y la sociedad (Informe de la Cuarta Conferencia Mundial
sobre la mujer, 1995: 52).
Son muchos los aspectos interesantes que quedan apuntados en estas palabras. En primer lugar,
la violencia de género es una manifestación de relaciones de poder, por lo tanto, no es sólo una
violencia física, sino que es un fenómeno bastante más complejo que tiene que ver con las
relaciones de poder desiguales histórica y culturalmente establecidas entre hombres y mujeres.
En segundo lugar, esta violencia tiene su origen en pautas culturales, prácticas y
representaciones que construyen los cuerpos de una manera muy determinada inscribiendo en
ellos unas determinadas significaciones culturales y sociales, es decir, en la construcción del
“cuerpo como realidad sexuada y como depositario de principios de visión y división sexuantes”
(Bourdieu, 1998: 22). En tercer lugar, en la construcción social de los cuerpos se da una
interrelación entre aspectos como la raza, el sexo, la lengua o la religión y, por tanto, como nos
advierte Judith Butler (2001), no debemos descontextualizar ni separar analítica y políticamente
la constitución del género de “la constitución de raza, clase, etnia y otros ejes de relaciones de
poder que constituyen la “identidad” y hacen que la noción de identidad sea errónea” (Butler,
2001b: 36).
La violencia de género, por tanto, es un fenómeno complejo y supone la articulación de toda una
serie de “violencias” que irían desde una violencia simbólica que construye los cuerpos
culturalmente tensionándolos, hasta esa violencia física que amenaza a las mujeres por el mismo
hecho de serlo. En un artículo titulado “Reflexions filosòfiques sobre la violència contra les
dones” (2003), Sonia Reverter hace referencia a esto cuando, citando al investigador Johan
Galtung, define la violencia como un círculo formado por la violencia directa (física), la
violencia estructural (en las estructuras sociales) y la violencia cultural. La autora se centra
entonces en la violencia cultural, la formada por aspectos de la cultura y de la esfera simbólica
(religión, ideología, arte, lenguaje, ciencias), porque este tipo de violencia es la que se utiliza
para justificar o legitimar la violencia directa y la estructural. Y para definir esta violencia
simbólica cita a Inés Alberdi i Natalia Matas en el Informe sobre los malos tratos de las mujeres
en España: “La violència simbòlica és l’enorme treball previ que assegura la dominació, que
afavoreix l’adquisició d’hàbits de dominació y submissió en ambdós gèneres” (Reverter, 2003:
46). Si esta violencia simbólica es la que asegura la dominación y la que justifica y legitima la
violencia estructural y la violencia directa, merece la pena que nos detengamos en ella, pues
reflexionar sobre ella nos ayudará a comprender en toda su complejidad el fenómeno de la
violencia de género y a pensar en formas críticas eficientes de luchar contra él.
En su libro La dominación masculina (1998), Pierre Bourdieu explica cómo las divisiones
constitutivas del orden social -las resultantes de esa construcción social del cuerpo como
realidad sexuada depositaria de principios de visión y división sexuantes que, como hemos
visto, no puede separarse de otros ejes de relaciones de poder como son la raza, la clase o la
etnia- se inscriben de modo progresivo en dos hábitos diferentes: bajo la forma de hexeis
corporales, es decir, maneras diferentes de mantener el cuerpo y de comportarse que son
resultado de la codificación de los principios opuestos de la identidad masculina y de la
identidad femenina, opuestos y complementarios de principios de visión y de división que
conducen a clasificar todas las cosas y todas las prácticas según unas distinciones reducibles a la
oposición entre lo masculino y lo femenino. Las divisiones constitutivas del orden social,
divisiones extremadamente poderosas porque son el resultado de una doble operación (están
inscritas en una naturaleza biológica que, en realidad, es una construcción social naturalizada),
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se inscriben, por tanto, a través de estos dos hábitos: los comportamientos corporales y los
esquemas perceptivos. Y es a través de ellos donde se ejerce la violencia simbólica:
Las mismas mujeres aplican a cualquier realidad y, en especial, a las relaciones de poder en las
que están atrapadas, unos esquemas mentales que son el producto de la asimilación de estas
relaciones de poder y que se explican en las oposiciones fundadoras del orden simbólico. Se
deduce de ahí que sus actos de conocimiento son, por la misma razón, unos actos de
reconocimiento práctico, de adhesión dóxica, creencia que no tiene que pensarse ni afirmarse
como tal, y que “crea” de algún modo la violencia simbólica que ella misma sufre (Bourdieu,
1998: 49).
El dominado no dispone, para imaginarse a sí mismo o para imaginar sus relaciones con el
dominador, de otro instrumento que aquel que comparte con el dominador y que consiste en
categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores que se presentan como
naturales. Dicho de otro modo, los esquemas que pone en práctica el dominado para percibirse y
apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores, son el producto de la asimilación de las
clasificaciones naturalizadas de las que su ser social es el producto. Y es a través de este proceso
como se instituye la violencia simbólica. Así, nos dice Bourdieu, “el efecto de la dominación
simbólica (trátese de etnia, de sexo, de cultura, de lengua, etc.) no se produce en la lógica pura
de las conciencias conocedoras, sino a través de los esquemas de percepción, de apreciación y
de acción que constituyen los hábitos y que sustentan, antes que las decisiones de la conciencia
y de los controles de la voluntad, una relación de conocimiento profundamente oscura para ella
misma” (Bourdieu, 1998: 53-54). La fuerza simbólica, por lo tanto, “es una forma de poder que
se ejerce directamente sobre los cuerpos y como por arte de magia, al margen de cualquier
coacción física” (Bourdieu, 1998: 54), es una violencia que se ejerce de manera suave, invisible
e insidiosa en lo más profundo de los cuerpos.
Este concepto de violencia simbólica nos permite acercarnos con mayor profundidad al
fenómeno de la “violencia de género” en toda su complejidad y amplitud, porque nos sitúa en el
problema de la formación de la identidad. Los mecanismos de poder no sólo intervienen desde
el exterior del sujeto, sino desde su propio interior, porque son estas relaciones de poder las que
constituyen al sujeto, lo forman. Y es muy importante tener esto en cuenta si queremos pensar
en alguna forma de lucha crítica contra este tipo de violencia. Así lo propone Neus Campillo
cuando habla de la “ambivalencia del sometimiento” (Campillo, 2005), que hace referencia a
este hecho: son los mecanismos psíquicos de poder los que forman al sujeto de manera que el
sujeto existe como poder desde el sometimiento, es decir, que el sujeto se forma en la sujeción,
y nos dice:
És important donar compte d’aquest fenomen de l’ambivalència del sotmetiment per mitjà del
qual es constata que no sols ens oposem al poder com a subjectes sinó que la mateixa forma de
constituir-nos depèn del poder. I això d’una manera radical en tant que la dependència ho és en
el nivell de la pròpia existència. [...] El problema, doncs, és clar que es relaciona amb la
manera com el poder ens forma com a subjectes, però també amb la manera com es poden
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reestructurar les normes de gènere que ens constitueixen com a subjectes conformats per elles
(Campillo, 2005: 75).
Pero, demos un paso más y pasemos a reflexionar ahora acerca de los instrumentos mediante los
que esta violencia se instituye y actúa. Centrémonos en dos instrumentos en concreto: las
representaciones culturales y el lenguaje.
Es evidente la importancia de la influencia de la cultura, el lenguaje, el arte, la literatura, el cine,
la publicidad, la televisión, etc. en la construcción de nuestras identidades. En este sentido y en
relación con la cuestión de la violencia de género, Ana Navarrete, en un texto titulado
“Performance feminista sobre la violencia de género. Este funeral es por muchas muertas”,
define estas manifestaciones culturales como “formas de representación que mantienen la
jerarquización social, en las que la representación de la feminidad sigue basándose en
estereotipos, que se convierten en organizadores del pensamiento social” (Navarrete, 2005).
Ana Aguado, en un artículo titulado “Violència de gènere, subjecte femení i ciutadania”
también llama la atención sobre la importancia de estas representaciones culturales:
Com assenyala Chartier, les representacions culturals han sigut decisives en el
desenvolupament de les identitats en la societat contemporània i, en concret, han tingut un
paper determinant en la construcció de les identitats de gènere. Les representacions culturals
són un poderós instrument que ha actuat i actua en el manteniment de la discriminació i la
subordinació de les dones. La importància de les representacions culturals rau en la seua
capacitat de vehicular pautes de comportament i de transmetre codis col·lectius sobre la
masculinitat i la feminitat, i sobre les funcions socials d’homes i dones (Aguado, 2005: 60).
Deberemos, por lo tanto, reflexionar acerca de las representaciones culturales y de una en
especial, puesto que es la que a nosotros más nos interesa, el lenguaje. Para entender cómo
participa en la institución y actuación de la violencia simbólica nos será muy útil acudir a los
textos de Judith Butler. Butler nos habla de la performatividad prodigiosa de las palabras y de
una concepción del lenguaje como agencia, “como un acto prolongado, una representación con
efectos” (Butler, 2004: 24). En su libro Lenguaje poder e identidad (2004), en el que se ocupa
de la cuestión del lenguaje del odio intentando esbozar al mismo tiempo una teoría más general
de la performatividad del lenguaje político, Butler nos explica esta performatividad a partir de la
cuestión de cómo el lenguaje participa en la constitución del sujeto. Butler nos presenta al
lenguaje como la condición de posibilidad del sujeto, y no simplemente como un instrumento de
expresión. Si hemos dicho que la violencia simbólica se ejerce a partir de los mecanismos de
poder que constituyen al sujeto, debemos pensar en el lenguaje como uno de estos mecanismos.
Butler afirma que la existencia social del cuerpo se hace posible gracias a su interpelación en
términos de lenguaje, es decir, se llega a existir en virtud de la dependencia fundamental de la
llamada de Otro. Los términos que facilitan este reconocimiento son convencionales, son los
efectos y los instrumentos de un ritual social que decide, a menudo a través de la violencia y la
exclusión, las condiciones lingüísticas de los sujetos aptos para la supervivencia. La
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interpelación se convierte así en instrumento y mecanismo de discursos, un territorio de poder
discursivo producido por la difusión burocrática y disciplinaria del poder soberano que opera sin
sujeto, pero que constituye al sujeto en el curso de su operación. El sujeto constituido a través
de la llamada del Otro se transforma en un sujeto capaz de dirigirse a los otros. Por tanto, según
Butler, el sujeto es un mero efecto cuya agencia está en complicidad total con las operaciones
previas de poder. La vulnerabilidad con respecto al Otro constituido por una llamada previa
nunca se supera a través de la posesión de la agencia, no hay forma de protegerse contra la
dependencia primaria de un lenguaje del que no somos autores con el objetivo de adquirir un
estatus ontológico provisional. Así, la llamada constitutiva, el acto de interpelación, lleva a cabo
un “daño”. Una vez que hemos recibido el nombre propio, estamos sujetos a ser llamados de
nuevo. Para exponer esto, Butler se centra en el lenguaje del odio (el insulto, la amenaza, etc.) y
en su capacidad performativa, es decir, en su capacidad para producir el efecto de colocar al
sujeto en una posición subordinada. En este sentido, el lenguaje produce su propio tipo de
violencia, el lenguaje es violencia. Las preocupaciones de Butler, por lo tanto, son retóricas y
políticas, su hipótesis es que el habla está siempre de algún modo fuera de control puesto que el
acto de habla está siempre desligado del sujeto soberano, el sujeto se constituye en el lenguaje y
todo lo que a partir de ahí el sujeto crea se deriva también de otras fuentes puesto que depende
de un lenguaje del que no es autor. Esto supone una noción alternativa de agencia y de
responsabilidad, puesto que el carácter citacional del discurso puede contribuir a aumentar o
intensificar nuestro sentido de la responsabilidad. Las palabras que uno transmite, que nunca
son generadas o mantenidas de manera autónoma por el que habla de ellas, “actúan, ejercen un
cierto tipo de fuerza realizativa, algunas veces son claramente violentas en sus consecuencias,
como palabras que o bien constituyen o bien engendran violencia” (Butler, 2001a: 87).
En efecto, tanto el lenguaje como las representaciones culturales son instrumentos
extremadamente poderosos a través de los que el poder actúa e instituye su violencia. Lo que
trato de proponer aquí es que también pueden convertirse en poderosos instrumentos críticos
que nos permitan enfrentarnos a este tipo de violencia, de hecho, considero que son los
instrumentos más adecuados para enfrentarnos a una violencia de género que no se reduce
únicamente a una violencia física sino que se presenta además, y sobre todo, como una violencia
simbólica.
II
Para acercarnos a esta idea del lenguaje y las representaciones culturales como instrumentos
críticos, para investigar acerca de su funcionamiento, de sus límites, de sus posibilidades…
vamos a abandonar por un momento la reflexión teórica para abordar de manera práctica dos de
esas representaciones, para analizar dos textos, un texto literario y un texto artístico: un
fragmento de la novela de Toni Morrison Ojos azules y el montaje artístico de Pepón Osorio En
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la barbería no se llora. Dos textos muy diferentes y lejanos en el tiempo pero que tienen algo en
común y es que los dos nos hablan de esa violencia simbólica que se ejerce sobre los cuerpos de
manera invisible e insidiosa. El primer texto nos hablará de la violencia ejercida sobre un cuerpo
femenino, el segundo hará referencia al cuerpo masculino, sobre el que, aunque no sea tan
obvio, también se ejerce este tipo de violencia. Es, pues, desde este punto común del que partirá
mi lectura de los textos. En mi análisis intentaré dar cuenta, de una manera no sistemática, de
diferentes aspectos que pertenecen a tres niveles diferentes: en un primer nivel, intentaré
reflexionar a través de los textos acerca del concepto de violencia de género que he definido
antes; el segundo nivel consiste en la cuestión de la representación de la violencia, es decir,
cómo la violencia de género aparece representada en estos textos; en un tercer nivel, intentaré
dar cuenta de cómo estas representaciones llevan a cabo una crítica de esa violencia, de cómo
estos textos han llegado a convertirse en un discurso crítico.
Texto 1
La novela de Toni Morrison Ojos azules nos habla de la auto aversión racial implícita en el
deseo de tener los ojos azules de una niña negra. En el epílogo de la novela, la autora nos
confiesa que, al escribir la novela, centró su atención “en cómo algo tan grotesco como la
demonización de toda una raza podía echar raíces dentro del miembro más delicado de la
sociedad: una niña; el miembro más vulnerable: una criatura del sexo femenino” (Morrison,
2004: 256-257). Y es que para narrar las dramáticas consecuencias que este desprecio racial
fortuito puede causar la autora nos presenta un caso no representativo, extremo, el de Pecola,
una niña negra perteneciente a “una familia incapacitada e incapacitante, distinta de la familia
negra media” (Morrison, 2004: 257). La novela nos habla, por lo tanto, de violencia, de una
violencia en la que se cruzan la raza, el género y la clase. La obra supone una indagación en las
causas y los condicionamientos de un tipo de violencia que tiene su expresión más radical en la
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violación de una niña negra por parte de su padre, la violación de Pecola, que tendrá como
consecuencia su embarazo, la muerte de su hijo y la locura como única salida.
La novela comienza revelándonos, a manera de confesión, un secreto que hasta entonces parece
haber permanecido escondido en el silencio, el secreto de la violación y embarazo de Pecola. Es
la confesión de otra niña negra, Claudia, que ha sido testigo de los sucesos y que, sospechamos,
tal vez ha contribuido a ellos. Después de revelar el secreto, el sentimiento de culpabilidad le
llevará a plantearse el por qué, pero como esto resulta tan difícil, Claudia se ocupará a lo largo
de toda la obra en narrarnos el cómo.
Nos encontramos, por tanto, ante una novela que nos presenta un caso de violencia directa y la
indagación acerca de las causas de esta violencia. A través de un lenguaje conscientemente
trabajado desde la raza y el género y de una técnica narrativa original y compleja, vamos a
asistir al desmantelamiento del complejo proceso que supone este tipo de violencia. Nos
daremos cuenta de que esta violación, que es la manifestación de una violencia de género
apoyada en una profunda violencia racial, es el resultado de “la dañina interiorización de
determinadas premisas de inmutable inferioridad originadas en una mirada externa” (Morrison,
2004: 256). Nos encontramos, por tanto, ante una violencia simbólica, que aparece representada
por el deseo de Pecola de tener los ojos azules, los ojos más azules del mundo. Para analizar
cómo aparece representada este tipo de violencia simbólica nos centraremos en un fragmento
del texto1, aquel en el que Claudia nos explica su odio por Shirley Temple.
Shirley Temple es el modelo televisivo de la época. Todo el mundo -incluidas Frieda, la
hermana de Claudia, y su amiga Pecola- adora a esa niñita de ojos azules tan rubia y simpática,
Claudia no se suma a su admiración porque la odia, siente un “odio impoluto” (Morrison, 2004:
27). En este breve fragmento intentará explicarnos su odio y lo primero que hace es relacionar
su odio por Shirley con los juegos con muñecas.
A Claudia tampoco le gustan las muñecas. Pero, ¿por qué?, debemos preguntarnos, ¿qué
significa en realidad este juego? El juego con muñecas es, indudablemente, un juego de niñas,
un juego que adquiere, casi, la forma de un “rito iniciático”, uno de esos ritos a través de los
cuales comienza el trabajo de construcción social del cuerpo que, mediante la definición de unos
usos legítimos del cuerpo, acabará produciendo ese artefacto social llamado una mujer
femenina. En efecto, el objetivo de este juego es instaurar unos determinados esquemas
perceptivos y comportamientos corporales socialmente definidos como femeninos. Y esto queda
muy bien expresado en el texto. Los adultos le regalan muñecas a Claudia porque ella, que es
una niña, debe desear ser madre y, además, comportarse corporalmente como tal, así, debe
acunar a la muñeca, dormir con ella, etc. El texto también deja claro que este juego no causa en
1 El fragmento corresponde a las páginas 27-31 de la edición citada en la bibliografía (Morrison, 2004).
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Claudia ningún tipo de placer, al contrario, tensiona su cuerpo. Así, en un momento del texto
nos dice:
Las demás muñecas, que en teoría debían producirme placer, coincidían en justamente lo
contrario. Cuando me llevaba una muñeca a la cama, sus miembros duros y rígidos repelían mi
carne; las yemas ahusadas de sus dedos me arañaban. Si, dormida, me volvía entre las sábanas,
la cabeza fría y dura como un hueso colisionaba con la mía. Era la compañía más incómoda y
evidentemente más agresiva que uno podía tener en el lecho (Morrison, 2004: 28).
En efecto, es un juego agresivo, violento, y por eso la primera reacción que provoca es una
reacción violenta. “A mí me inspiraba un solo deseo: despedazarla” (Morrison, 2004: 28), nos
dice Claudia. Así, Claudia se dedica a despedazar muñecas, romper diminutos dedos, doblar
pies, arrancar ojos y cabellos, retorcer cuellos… y todo con un único objetivo “examinarla para
ver lo que todo el mundo calificaba como adorable” (Morrison, 2004: 29). La significación
profunda de todo el fragmento podemos encontrarla en una sola frase: “Yo destruía bebés
blancos” (Morrison, 2004: 31). Una frase que resulta extremadamente violenta y adquiere plena
significación cuando Claudia nos habla de la transferencia de esos mismos impulsos a las niñas
blancas:
Pero el desmembramiento de muñecas no era error genuino. Lo genuinamente horrible era la
transferencia de los mismos impulsos a las niñas blancas. La indiferencia con que las habría
destrozado a hachazos cedía sólo ante mi deseo de hacerlo, de descubrir algo que eludía mi
comprensión: el secreto de la magia que ellas ejercían sobre otras personas. Lo que hacía que la
gente las mirase y dijera: “Oooh”, y no lo dijese al mirarme a mí” (Morrison, 2004: 31).
Está claro que estamos ante un texto que nos habla de violencia. Un texto que nos habla de un
modelo televisivo y un juego infantil que quedan evidenciados como mecanismos a través de
los cuales se ejerce una violencia simbólica que articula diferentes relaciones de poder, las más
evidentes, el género y la raza. Una violencia que ejercida de manera invisible e insidiosa, a
pesar de esa primera reacción violenta, acabará domesticando el cuerpecito de Claudia:
Cuando descubrí cuán repulsiva era esta violencia desinteresada, mi vergüenza deambuló
torpemente en busca de refugio. El mejor escondrijo fue el amor; de ahí la conversión del
prístino sadismo a la aversión manufacturada y al amor fraudulento. Era un pequeño pasito
hacia Shirley Temple. Mucho después aprendí a adorarla, igual que aprendí a deleitarme en la
limpieza, sabiendo, incluso cuando ya lo había aprendido, que el cambio era una adaptación, no
una mejora (Morrison, 2004: 31).
Y toda la crítica que ha llevado a cabo el texto queda condensada en esta última frase de
Claudia. Muy cerca del final de la novela, cuando ya hemos asistido a la violación de Pecola,
todo el mundo conoce ya su embarazo y se permiten juzgar la legitimidad de la vida del niño,
Claudia volverá a ella. Claudia deseará que el niñito viva, y ese deseo constituirá su respuesta
crítica: “Con más fuerza que mi afecto por Pecola sentía la necesidad de que alguien quisiera
que ese negrito viviese; simplemente para contrarrestar el amor universal por las muñequitas
blancas, las Shirley Temples y las Maureen Peals” (Morrison, 2004: 235).
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Texto 2
(Osorio, 1996-1997)
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La obra de Pepón Osorio En la barbería no se llora (1996-1997) fue instalada inicialmente en
una barbería abandonada de Park Street, en un barrio latino de Connecticut, y más tarde fue
trasladada al recinto museístico. Desde entonces ha sido exhibida en diferentes museos de todo
el mundo. La instalación está compuesta por una silla de barbero tapizada en terciopelo rojo,
una pequeña pantalla donde se proyectan imágenes de vídeo y diferentes objetos relacionados
con la virilidad masculina y la identidad puertorriqueña.
Fue en una barbería donde Pepón Osorio escuchó este enunciado: “En la barbería no se llora”.
Esa primera visita a la barbería adquiere también la forma de un rito iniciático, un rito a través
del cual comienza ese trabajo de construcción simbólica que se completará y realizará con una
transformación total de los cuerpos, produciendo ese artefacto social que llamamos un hombre
viril. En efecto, la visita a la barbería, presidida por esta advertencia a manera de ley, es un rito
que intenta instaurar un comportamiento corporal (no llorar) y un esquema perceptivo (los
hombres no lloran). Nos encontramos, por tanto, ante un rito y un enunciado performativo
destinados a regular un cuerpo y a socializarlo como un cuerpo masculino cuya característica
principal es la virilidad. Pierre Bourdieu (Bourdieu, 1998: 67-71) hace referencia a la virilidad y
la relaciona con la violencia simbólica al afirmar que al igual que las tendencias a la sumisión,
las que llevan a ejercer la dominación no son naturales y tienen que ser construidas mediante un
proceso de socialización. Así, el hombre también se convierte en víctima de su propia
representación y debe ser construido socialmente en la virilidad. La virilidad, nos dice Bourdieu,
“entendida como capacidad reproductora, sexual y social, pero también como actitud para el
combate y para el ejercicio de la violencia […], es fundamentalmente una carga” (Bourdieu,
1998: 68), y es que supone una tensión y una contención permanentes que impone en cada
hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad. La virilidad, por tanto, “es un
concepto eminentemente relacional, construido ante y para los restantes hombres y contra la
feminidad, en una especie de miedo de lo femenino” (Bourdieu, 1998: 71).
Pues bien, lo que hace Pepón Osorio es tomar este enunciado y este rito y subvertirlos. Y lo
hace apropiándose de ese enunciado, convirtiéndolo en su propio acto de habla. Y este acto de
habla reproducido, repetido, adquiere un significado distinto. Un significado que consiste en la
puesta en evidencia de la violencia que supone este rito. Y este proceso de resignificación tiene
lugar al relacionar ese enunciado con una instalación en la que conviven elementos propios de
ese rito, como es la silla de barbero, con toda una serie de objetos relacionados con
comportamientos y valores asociados a la masculinidad y a la identidad nacional puertorriqueña.
Una vez más, vemos cómo se cruzan diferentes relaciones de poder, las que tienen que ver con
el género y con la raza, pero no sólo esas. Pepón Osorio repite ese enunciado “En la Barbería no
se llora” y al hacerlo nombra, evidencia, ese tipo de violencia simbólica que tiene que ver con la
identidad genérica, pero también con la racial, la nacional o la étnica. Lo que hace Pepón Osorio
es tomar un muy determinado contexto sociocultural, una barbería puertorriqueña, y ponerla en
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relación con comportamientos y valores de la virilidad, pero la reproducción de este espacio
social no se convierte en una simple repetición sino que supone una evidenciación, una
resignificación, una subversión, una crítica.
III
Para finalizar, voy a intentar poner en relación el análisis de los textos con la propuesta
realizada en el primer punto, esto es, la consideración de las representaciones culturales y del
lenguaje como instrumentos críticos a través de los que luchar contra la violencia de género.
He analizado dos textos diferentes en la forma y lejanos en el tiempo pero que coinciden en
representar críticamente un tipo de violencia de género. Estos textos son, por tanto,
representaciones críticas de la violencia de género a través de la reproducción de unos ritos
simbólicos que evidencia el ejercicio de una violencia sobre los cuerpos. Una reproducción, por
tanto, que no consiste únicamente en una repetición, sino que lleva a cabo una subversión. Una
representación que es crítica porque supone un ejercicio de revisión y resignificación.
Para entender mejor esta estrategia de resignificación, para conocer sus límites y posibilidades,
es necesario acudir de nuevo a Judith Butler. En su libro Lenguaje, poder e identidad (Butler,
2004) nos habla de la resignificación como estrategia de oposición. Aunque ella se refiere en
concreto a la contra-apropiación o representación nueva del lenguaje del odio, podemos
considerar la cuestión de una manera más general planteándola en términos del lenguaje político
en general, como ella misma propone en un momento del texto. Butler explica que el lenguaje
del odio sitúa al sujeto en una posición subordinada, pero pone en cuestión la suposición según
la cual el lenguaje del odio funciona siempre y en todos los casos. Lo que hace Butler es dejar
abierta la posibilidad del fracaso de este lenguaje del odio como condición de posibilidad de una
respuesta crítica al mismo. El lenguaje del odio es una acción que invoca unas convenciones y
que requiere una repetición en el futuro para sobrevivir y ella se pregunta cómo puede el
lenguaje del odio citarse contra sí mismo. La siguiente cita puede funcionar a modo de
respuesta:
La posibilidad política de utilizar la fuerza del acto de habla contra la fuerza de la ofensa
consiste en hacer una apropiación inadecuada de la fuerza del habla que opera en contextos
anteriores. Sin embargo, el lenguaje que contrarresta las ofensas debe repetir estas ofensas sin
por lo tanto llegar a recrearlas. […] Existe una forma de lucha social y cultural en el lenguaje
en la que la agencia se deriva de la ofensa, una ofensa que se puede contrarrestar gracias a esta
derivación. […] La resignificación del lenguaje requiere abrir nuevos contextos, hablando de
maneras que aún no han sido legitimadas, y por lo tanto, produciendo nuevas y futuras formas
de legitimación (Butler, 2004: 71-73).
Si consideramos estas palabras de Butler, extrapolándolas al lenguaje político en general tal
como ella propone, seremos conscientes de los límites y riesgos, pero también de las
posibilidades, de la resignificación como estrategia de oposición.
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Es mucha la importancia de llevar a cabo unas representaciones culturales críticas que, a través
de una resignificación del lenguaje, nombren, evidencien este tipo de violencia, pero en mi
propuesta quiero llamar la atención también sobre otra cuestión importante y que me interesa
especialmente, y es la necesidad de realizar unas prácticas interpretativas críticas. Las prácticas
interpretativas también son performativas socialmente, por lo tanto es necesario realizar lecturas
críticas, prácticas interpretativas que, como nos propone Deborah P. Britzman (Britzman, 2002),
“pudieran empezar a considerar lo real como construcción” de manera que “la identidad podría
percibirse como algo que «no es nunca idéntico a sí mismo» y, por lo tanto, se la podría situar,
aunque parcial y provincianamente, en ese espacio transgresor entre lo que se considera real y la
reflexión posterior a lo (ir)reconocible” (Britzman, 2002: 222).
Me gustaría terminar con una advertencia de Judith Butler:
Las prácticas subversivas corren siempre el riesgo de convertirse en clichés adormecedores a
base de repetirlas y, sobre todo, al repetirlas en una cultura en la que todo se considera
mercancía, y en la que la “subversión” porta un valor de mercado. Empeñarse en fijar el
criterio de lo subversivo siempre fracasará, y debe hacerlo (Butler, 2001b: 21).
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