lunes, 11 de mayo de 2009

Guerra y sistema de géneros - Diana Maffía*

Agradezco a Irene Meler la audacia del tema con el que nos provocó en esta invitación, ya que fuera de la cuestión superficial de que “Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus” (nombre del best seller de John Gray, cuyo título previsiblemente juega con que Marte es el dios de la guerra y Venus la diosa del amor) me hizo pensar muchas maneras de ingresar a las identidades y relaciones de género contenidas en el tratamiento de la guerra como un problema de filosofía política.
Primero diré lo que no haré: No discutiré si la violencia es instintiva o aprendida, aunque estoy dispuesta a admitir que la agresividad es “natural” (dicho esto con muchas comillas) pero la violencia no. No analizaré si los varones son socializados para identificar masculinidad y violencia y las mujeres para identificarse como víctimas, aunque creo que es así. No relataré el modo en que los hombres marchan a la guerra, ni describiré el mito del guerrero, ni señalaré la victimización de mujeres ni los crímenes de guerra contra ellas, aunque todo esto merecería señalarse. No apelaré al mito de las amazonas como mujeres guerreras ni afirmaré que si las mujeres gobernaran no habría guerras (me encantaría decir esto último, pero acabamos de escuchar a Margaret Tatcher reivindicando los ataques en Malvinas). Voy a hacer algo mucho más modesto, que es tomar unas pocas reflexiones sobre la guerra en el análisis político y darles un giro por problemas que nos preocupan en el feminismo.
Efectivamente, si tomamos la primera definición de `guerra´ que cita Norberto Bobbio en su Diccionario de Política, “un contacto violento de magnitudes distintas, pero semejantes” (Wright, Q.) comenzamos a relacionar la guerra con un concepto intrínsecamente vinculado: la violencia. Violencia que en un primer momento se asocia con la fuerza armada, lo que (como bien aclara el autor) restringe jurídicamente el concepto de guerra. De la misma manera que en la violencia entre los géneros, la definición exclusivamente física de la violencia restringe la consideración de quiénes son las víctimas.
Vamos a detenernos un momento en esta primera estación. Es muy importante la definición, porque de ella depende el amparo y las consecuencias jurídicas a nivel nacional e internacional. Distinguir el “estado de guerra” del “estado de paz” permite saber cuándo se aplica el derecho bélico y cuándo no, saber cuándo las víctimas serán amparadas por ese derecho y cuándo no. Por lo tanto, si quienes redactan el derecho son los mismos que sistemáticamente ganan las guerras por su mayor poder de fuego, y los mismos que disponen de otros medios para coaccionar a favor de sus intereses, comenzamos a pensar que tal vez la definición parcial no es inocente.
Y aquí comenzamos nuestra analogía entre género y guerra: el monopolio patriarcal de la violencia es también el monopolio del derecho. Avanzamos con Bobbio en la crítica: “En la actualidad, en efecto, la fuerza ya no se manifiesta (o ya no se concibe) únicamente en términos militares sino en términos económicos, psicológicos y de otro tipo. El hecho es, sin embargo, que las normas de derecho bélico sólo pueden aplicarse actualmente al fenómeno de la guerra entendida como contacto violento a través de la fuerza armada. Todos los demás tipos de guerra (guerra psicológica o guerra fría, guerra económica, etc.) que también influyen grandemente en las relaciones internacionales actuales, quedan fuera de esta norma específica”.
Veamos, por un lado la sugerente afirmación de que la fuerza ya no se “manifiesta” o “concibe” en términos militares. En nuestra analogía, podríamos decir que la violencia sólo se nos “manifestará” de manera amplia cuando hemos aprendido a interpretar los hechos diversos (a “concebirlos”, y por lo tanto a nombrarlos) como expresiones de un mismo patrón. Un patrón de poder que se impone por la fuerza. El aspecto psicológico, de aislamiento, de amenaza, de restricciones económicas, son tanto expresiones de violencia bélica como de violencia interpersonal, pero para comprenderlo hemos debido ampliar nuestra visión original. La idea, por otra parte, de que la violencia no es unilateral en la guerra, sino que requiere un contacto y una semejanza en la diversidad, sugiere que a la violencia se le opone una resistencia, con cierta equivalencia aunque en términos diferentes (recordemos: “un contacto violento de magnitudes distintas, pero semejantes”). Esa resistencia, en términos de género, podría ser la de no aceptar el lugar y el rol que el sistema ha establecido, la de poner en riesgo las relaciones de poder, la de poner en duda la naturalidad de la jerarquía o pretender desconocerla.
Cuando en su clásico tratado sobre el tema, Von Clausewitz sostiene que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, nos enfrenta a un dilema sobre las herramientas, no sobre las relaciones de poder. Si la política logra mantener la hegemonía a través de la diplomacia y el derecho, persuadiendo a cada uno de su lugar y su rol, consiguiendo la aceptación de las prevalencias, y acciones consecuentes con esa aceptación, la guerra no será necesaria. Cuando estalla, es por un lado el fracaso de la política y por otro la insistencia del dominio. Si la política no incluye los intereses y experiencias de todos los grupos sociales, si las instituciones formales son el modo en que los grupos hegemónicos administran sus propios intereses excluyendo al resto, podríamos decir en sentido inverso que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, donde el vencido paga interminablemente su tributo.
En la “guerra de los sexos” -por usar una metáfora que no me agrada- perdimos las mujeres; y el Estado moderno, la ciencia, el derecho, las religiones monoteístas y la política continúan manteniendo las cosas (y los sexos) en orden. Como en el muy antiguo pero inspirador “arte de la guerra” señala paradojalmente Sun Tzu, el vencedor será el que ni siquiera ha debido recurrir al enfrentamiento, porque pudo imponer su moral e infundir el miedo suficiente como para que su enemigo lo considere ganador sin dar batalla.
La “guerra de los sexos” se libra así en nuestras cabezas, y las mujeres somos vencidas cuando aceptamos las jerarquías de género sin dudar. Esta violencia simbólica nos disciplina de tal manera que cuando una mujer no obedece a este implícito y se rebela, y como consecuencia sobreviene una respuesta violenta, se la justificará diciendo que han debido “ponerla en su lugar” y “enseñarle quién manda”.
Es interesante contrastar el “estado de guerra” con el “estado de paz” (aquél en el que no se aplica el derecho bélico, que es de excepción, sino el derecho tradicional). ¿Cuál es para las mujeres la vida en estado de guerra y en estado de paz? Curiosamente, a lo largo del siglo XX que ha sido muy pródigo en guerras crueles, las mujeres lograron avances sociales y laborales en sus comunidades en todos aquellos terrenos abandonados por los hombres que iban al frente de batalla. La guerra les permitió mostrar que eran capaces en muchos rubros que les estaban vedados por su condición de mujeres. Les permitió mantener funcionando el mundo de la vida cotidiana y también el de la producción y la administración. El fin de las guerras significó el retorno a las funciones domésticas propias de los “tiempos de paz”. Esas funciones ponían entonces de manifiesto toda su arbitrariedad.
Suele diferenciarse en ciencias políticas un sentido negativo y uno positivo de la paz. La paz “negativa” es un término genérico para la ausencia de guerra, cuando los estados cesan las hostilidades. La paz “positiva” implica que esos estados han regulado sus futuras relaciones, han instaurado jurídicamente condiciones de estabilidad, y es entonces no sólo una conclusión sino una solución. Pero si guerra y paz en sentido negativo se excluyen (porque la paz es interpretada como “no-guerra”), guerra y paz en sentido positivo admiten un espacio intermedio de tregua o armisticio donde ya no hay guerra pero todavía no se ha construido activamente la paz. Es muy importante que la paz, para ser positiva, sea una paz justa y no meramente dictada por el vencedor.
Si continuamos, entonces, con nuestra metáfora de la “guerra de los sexos”, proponemos distinguir también entre una “paz de los sexos” negativa y otra positiva. Podríamos entonces las mujeres alegrarnos de las muchas formas de institucionalización de la equidad entre los sexos que se han logrado en los últimos 20 años, y que haría entonces sustentable una situación crecientemente más justa. Las mujeres vamos consiguiendo lugares de protagonismo y de poder en ese sistema que parecía funcionar sólo para la opresión. La guerra ha concluido y estamos construyendo las herramientas para una paz duradera.
La extensión e intensificación de los estudios de género, el interés que representan no sólo para las mujeres sino para los grandes sistemas de poder como los organismos multilaterales de crédito, podría ser una señal de profundo cambio… o escépticamente una señal de alarma. ¿Por qué aquellos sistemas de explotación imperial, que no dudaron en apoyar dictaduras y permitir crímenes sistemáticos contra las mujeres en guerras siniestras, prestarían hoy crédito a nuestra palabra y nuestras experiencias, nos darían oportunidades sin oponer resistencia, dejarían en nuestras manos altas responsabilidades políticas y económicas?
Es común que nos pregunten a las feministas si nos alegramos cuando alguna mujer llega a ocupar un alto cargo en el Estado. Yo suelo responder que el feminismo es una posición política que tiene que ver con las relaciones de poder, y no con las hormonas. Por lo que si bien por argumentos de justicia distributiva está muy bien que mujeres y varones participemos en todas las esferas de decisión, es importante saber qué poderes se están preservando con nuestra presencia. Aquí también es inspirador leer a Sun Tzu, en el capítulo XIII de su libro El Arte de la Guerra, donde nos habla de la discordia y la concordia, y de la importancia de conocer al “adversario” (cito parte de su texto) porque ese conocimiento “posibilita a un gobierno inteligente y a un mando militar sabio vencer a los demás y lograr triunfos extraordinarios con esa información esencial.
La información previa no puede obtenerse de fantasmas ni espíritus, ni se puede tener por analogía, ni descubrir mediante cálculos. Debe obtenerse de personas; personas que conozcan la situación del adversario (...)
Existen cinco clases de espías: el espía nativo, el espía interno, el doble agente, el espía liquidable, y el espía flotante”.
Sé que lo que voy a decir es muy chocante, pero creo que deberíamos pensar si en esta presunta construcción de paz positiva, en esta gobernabilidad de género que consiste no tanto en cambiar las subjetividades como en cambiar las formas, muchas mujeres no actuamos –voluntaria o involuntariamente- como espías del patriarcado, y entonces transformando la política en continuación de la guerra, favoreciendo al opresor y no a la resistencia contrahegemónica. Por cierto la sospecha no se aplica sólo a las mujeres, pero hoy quiero hablar de mis propios riesgos como feminista.
Sigamos leyendo a Sun Tzu:
“Los espías nativos se contratan entre los habitantes de una localidad. Los espías internos se contratan entre los funcionarios enemigos. Los agentes dobles se contratan entre los espías enemigos. Los espías liquidables transmiten falsos datos a los espías enemigos. Los espías flotantes vuelven para traer sus informes.
Entre los funcionarios del régimen enemigo, se hallan aquéllos con los que se puede establecer contacto y a los que se puede sobornar para averiguar la situación de su país y descubrir cualquier plan que se trame contra ti, también pueden ser utilizados para crear desavenencias y desarmonía.
(…) Si no se trata bien a los espías, pueden convertirse en renegados y trabajar para el enemigo. No se pueden utilizar a los espías sin sagacidad y conocimiento; no puede uno servirse de espías sin humanidad y justicia, no se puede obtener la verdad de los espías sin sutileza. Ciertamente, es un asunto muy delicado. (…)
Debes buscar a agentes enemigos que hayan venido a espiarte, sobornarlos e inducirlos a pasarse a tu lado, para poder utilizarlos como agentes dobles. Con la información obtenida de esta manera, puedes encontrar espías nativos y espías internos para contratarlos. Con la información obtenida de éstos, puedes fabricar información falsa sirviéndote de espías liquidables. Con la información así obtenida, puedes hacer que los espías flotantes actúen según los planes previstos.
Es esencial para un gobernante conocer las cinco clases de espionaje, y este conocimiento depende de los agentes dobles; así pues, éstos deben ser bien tratados. (…) No será ventajoso para el ejército actuar sin conocer la situación del enemigo, y conocer la situación del enemigo no es posible sin el espionaje.”
El movimiento feminista latinoamericano tuvo a mediados de los `90 una fuerte discusión entre posiciones a las que denominó “autónomas” e “institucionalizadas”, en la sospecha de que luchadoras e intelectuales brillantes del feminismo que estaban siendo incorporadas por los gobiernos y los organismos internacionales a sus cuadros, con argumentos de profundización democrática, no resultarían en cambio más que en el debilitamiento del movimiento de mujeres, y en la cooptación de sus metodologías y lenguaje, para reestablecer relaciones de poder y dominio sobre nosotras como colectivo.
Y es que guerra y política tienen que ver muchas veces con el mismo designio. Como dice Umberto Gori “La política, ´inteligencia del estado personificado`, utiliza dos instrumentos: la diplomacia y la guerra. Pero si los medios son diversos, el designio que guía la acción es único. La diplomacia se retira cuando sus objetivos sólo pueden alcanzarse a través de la fuerza armada, dispuesta a dejar sentir nuevamente su peso, no bien se considere posible. El fin, en una palabra, no es la anulación completa del contrincante sino la modificación de alguna de sus motivaciones” (BOBBIO, 2006, p.738).
Es relevante, si retomamos nuestra metáfora de la “guerra de los sexos”, y poniendo el acento sobre el objetivo de esta guerra, la afirmación última de que el fin no es la anulación completa del contrincante, sino el cambio, la modificación de sus motivaciones. No se trata de eliminar a las mujeres sino de subyugarlas. Esto diferencia una guerra animal de una guerra humana, una guerra entre contrincantes de distintas especies de una entre miembros de una misma especie, una guerra destinada al equilibrio biológico de una destinada al cambio social y político.
Sin embargo, si de cambios y no de destrucción se trata, como dice Q. Wright “aunque la guerra tuviera la función de asegurar cambios en la sociedad, su efecto último ha sido el de producir oscilaciones en el surgimiento y en la caída de los estados y de las civilizaciones. Cualquier evolución persistente que se haya producido en la historia de la humanidad, no se ha debido tanto a la guerra sino al pensamiento. Los Alejandro, los César, los Napoleón, han producido oscilaciones. Los Aristóteles, los Arquímedes, los Agustín, los Galileo, han producido progreso”.
Todas las referencias de Wright son masculinas. Por eso me permito traer la mención de dos mujeres que vivieron en guerra y pensaron en ello. Rosa Luxemburgo, que pocos años antes de la primera guerra mundial advirtió la trampa que se tendía, aunque sus compañeros socialistas lo reconocieron muy tarde. Y Hannah Arendt, a quien el nazismo dejó una marca tan profunda que todo su pensamiento se transformó en una búsqueda para contrarrestar el totalitarismo. Ambas defienden la paz positiva, y ambas sin embargo defienden la revolución. Porque la revolución implica libertad, y no sólo liberación de una opresión determinada. Implica novedad y origen de algo diferente, cualidad que sólo la acción humana puede aportar.
El problema no es desear el cambio sino tomar a un sujeto complejo y limitarlo a uno de sus rasgos, generar alteridades absolutas e identidades absolutas. Porque entonces eliminar el rasgo temido tiene el precio de eliminar al otro o a la otra. Los sujetos, como las naciones, tenemos fronteras; y muchas veces el aspecto visible de esas fronteras que separan lo propio de lo ajeno está en los cuerpos. Las fronteras, con todo, son lugares de encuentro con lo diferente, lugares de confluencia, semiotizados por la cultura que permite traducciones y multilingüismos para vincularnos con lo que está fuera de nuestro territorio. Accedemos así al otro y a la otra sin violarlo, sin aniquilarlo en su diferencia.
Los múltiples ejes de la identidad, sus múltiples enraizamientos, nos agrupan de modo diverso en la misma sociedad. Cuando una comunidad exalta un rasgo particular (religioso, nacional, étnico, sexual) como determinante de la identidad, construye un muro donde antes había una frontera. Un muro que me separa del otro o de la otra y obstruye las afinidades con esos otros en términos de distintos rasgos compartidos. Cuando las mujeres nos concebimos como colectivo diverso, es que encontramos que luchar contra la opresión de género requiere traspasar el muro que hace de una mujer israelí y una palestina, una norteamericana y una mexicana, una africana y una española, una norcoreana y otra surcoreana, sujetos que en sus diferencias dejan de pensarse como mujeres, sometidas a prioridades que no siempre han establecido, que impiden denunciar su sistemática y global subordinación y que en lo interno fundamentalmente no cambian su sometimiento por libertades.
Soy pacifista, pero como Arendt y Luxemburgo creo que hacen falta revoluciones. El encuentro con los cuerpos diversos en términos de fronteras múltiples, la condición de humanidad que lejos de ser abstracta permita que cada uno y cada una enuncie sus enraizamientos, una definición de poder que no signifique dominio sino capacidad, la libertad que consiste no sólo en adquirir lo que se desea como producto en una góndola que oferta y condiciona, sino en que todos y todas aprendamos a desear libremente con la mente bien abierta, son algunas de las convicciones que guarda mi frontera para compartir pacíficamente hoy con ustedes independientemente de su sexo, pero incluyéndolo.

BIBLIOGRAFIA
ARENDT, Hanna, Sobre la Revolución
BOBBIO N. et. al. (1997) Diccionario de Política, Madrid/México, Siglo Veintiuno Editores, 10º edición 1997
SUN TZU, El arte de la guerra, Madrid, Trotta, 5º edición 2006
VON CLAUSEWITZ, K. (1976) De la guerra, Barcelona, Labor
WRIGHT, Q.: citado por Bobbio, pag 737

* Instituto Hannah Arendt - www.institutoarendt.com.ar
Trabajo presentado por Diana Maffía en el Foro de Psicoanálisis y Género de APBA.

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